POR CULPA DE
UNA CAMA
I
Valentin no
dejaba de estar bastante sorprendido de la larga resistencia que le oponía la
Sra. de Caldelis. Además esta exquisita mundana no tenía fama de ser demasiado
avara a la hora de ofrecerse a sí misma, y estaba inclinado a creer que – si hay
que traer a colación las tiernas miradas, la mano lentamente retirada, los
bonitos suspiros de los flirteos, por las tardes, en el hueco de la ventana, o
detrás del biombo, cerca del piano – él no le inspiraba a él una invencible
aversión; más de una vez, muy cerca de los labios suplicantes, ella había tenido
esas sonrisas ya lánguidas que casi son una invitación al beso. Sin embargo,
desde hacía un mes que estaban de veraneo en el castillo normando en el que la
Señora de Ruremode continuaba las fiestas de invierno, él no había obtenido los
decisivos favores que hacen que en el desayuno, un joven hombre, aunque
discreto, sentándose entre los huéspedes, deje traslucir esa seguridad triunfal
de un Alejandro que acaba de conquistar la India; y, su deseo exasperado por las
demoras, no estaba muy lejos de hacerle creer que se moriría si no fuese
admitido, poco antes, a no ignorar más el arrullador suspiro con el que la Sra.
de Caldelis confesaba sus delicias y recompensaba los tiernos esfuerzos a los
que ella eran debidos. De modo que, habiéndola encontrado, en la cálida tarde,
paseando por la avenida de plátanos, no pudo impedir quejarse con un tono en el
que la amargura se mezclaba con la humildad de la súplica.
– ¡Dios mío! – respondió ella no sin un rubor bastante bien imitado, – ¿de qué
serviría fingir por más tiempo? Es bien cierto, señor, que no tengo un corazón
de piedra, y que vuestros delicadas atenciones, vuestros ojos vueltos hacia los
míos, vuestras suplicantes palabras me han inspirado sentimientos que no van por
completo al encuentro de los vuestros; y sin duda estoy más inclinada de lo que
sería conveniente, –¡ah! ¡como me cuesta aventurar tal confesión! – a perder en
vuestro favor la reserva a la que me deberían obligar mi natural virtud y una
vida hasta el momento irreprochable.
–¡Oh, felicidad! – exclamó Valentin.
– Pero hay un obstáculo a la plena satisfacción de vuestros crueles y queridos
deseos.
–¿Un obstáculo? ¿Cuál? ¿Es que acaso dudáis todavía de mi ardiente cariño?
–¿Hablaría como lo hago si dudase? – dijo ella.
–¿Es que no estáis segura de las medidas que tomaría para salvaguardar vuestra
reputación de cualquier tipo de mendicante curiosidad?
–Creo en vuestra prudencia y en vuestra discreción, señor.
–Entonces, ¿qué os detiene? Todo nos es favorable en este castillo cuyos
habitantes están demasiado ocupados con sus placeres para preocuparse de la
dicha de los demás, en este castillo donde nuestros dos aposentos son
contiguos...
– Sí, tan contiguos que se podría, en menos de tres segundos, y casi sin peligro
de ser sorprendidos, deslizarse de una puerta a otra después de que se apaguen
las lámparas. Incluso siempre he pensado que, más que el azar, había algo de
vuestra estrategia en esta proximidad. Pero sabed todo, señor, que en la
habitación donde me alojo hay una cama que no es la mía. Desde luego he hecho
venir desde Paris, con los pequeños objetos de aseo, los sillones donde
acostumbro a sentarme, el armario donde guardo mis encajes y mis joyeros, el
diván al que mis siestas están acostumbras, pues, para una persona un poco
delicada, el uso de muebles que no están vinculados a la intimidad de su vida,
que sirvieron a tanta gente, muebles desconocidos, ¿no resultan casi hostiles
por ser ajenos? Pero, mi cama, – en madera de Chipre, con palio de satén azul
celeste de malines, donde un pequeño Eros abre sus alas de oro,– mi cama ha
quedado en mi palacete de Passy; tan lejos estaba yo de imaginar que el fervor
de vuestra ternura me haría lamentar quizás su ausencia; y vos, aquí, obligado a
renunciar, por un tiempo al menos, a la consumación de vuestras impacientes
esperanzas.
–¡Oh! señora, ¿por tal fútil motivo?...
–¿A qué llamáis vos un motivo fútil, señor? Yo no sabría descansar cómodamente
sobre un sofá donde otros tomaran asiento, me sería imposible manejar con placer
mis perifollos y mis joyas en unos cajones cien veces abiertos y cerrados por no
se sabe que manos, la ensoñación me parecería insípida sobre algún sofá banal, y
me decidiría al desfallecimiento que exige, por parecer menos penoso a la que se
resigna, una tan tierna envoltura de cosas familiares, amistosas, alentadoras, y
como disculpables, ¿cómo me iba a decidir al supremo abandono sobre un catre
ofrecido antes al primer huésped llegado, donde durmieron personas, roncaron,
quizás también amaron? ¡Puaj! señor, esperaba encontrar en vos una mayor sutil
comprensión de los escrúpulos femeninos. Pero el amor en una cama así tendría la
vulgaridad de una cena en una posada, entre el ruido de los viajeros sentados a
la mesa en la cantina. No esperéis que consienta alguna vez en una tan grosera
aventura de viaje. Por la virtud que me fue tan querida, juro no perteneceros
más que bajo un palio de satén azul donde un pequeño Eros abre sus alas de oro.
Hablaba con un tono tan firme que él vio, con el alma desesperada, que nada
ablandaría la obstinación de la Señora de Caldelis; su expresión tenía el
aspecto más lamentable del mundo. De modo que después de haberlo considerado
durante un largo rato, ella tuvo compasión de él, y con una risilla dijo:
– ¡Vamos, vamos, no os disgustéis tanto! ¿Que os hace pensar que no telegrafíe a
Paris, y que no llegará hoy mismo, un poco antes de la noche, mi cama de madera
de Chipre?
II
Exultante de
gloria y alegría, Valentin no quiso delegar en nadie la tarea de recibir en la
estación el precioso paquete. Mucho antes de que llegase el tren de las siete y
cuarenta y cinco minutos, él iba y venía por el andén, no lejos de un carretero
y dos aldeanos generosamente pagados por adelantado. ¡Su dicha estaba próxima!
Enseguida la cama estaría colocada sobre la carreta, transportada al castillo,
instalada en la habitación de la Señora de Caldelis. ¡Ah! qué larga parecería la
velada a Valentin, entre el silencioso enojo de whist y las conversaciones del
té. Pero por eternas que parezcan, las más molestas esperas no duran siempre.
Llegaría por fin la hora de apagar las lámparas, de los huéspedes dormidos, de
todo el edificio silencioso, la adorable hora en la que, de una puerta a otra, –
eran contiguas sus puertas– él se deslizaría sin ruido a lo largo de la pared
del pasillo, – ¡la hora en la que abrazaría, bajo el vuelo dorado de un
Amorcillo que planea, a la querida bienamada desfalleciente y radiante! Sin
embargo el tren no llegaba. ¡Ah! ¿acaso traía retraso ese tren? Que mal está el
servicio en los cortos recorridos. Pero no, no, no traería retraso; seguramente
no lo traería. Valentin consiguió serenarse. ¿No tenía, para divertir su
inquietud, el encanto de sus sueños, la visión, a lo lejos, de la Señora de
Caldelis sin velo, ofreciendo en la penumbra la maravilla rosada de su desnudez?
De pronto tuvo un sobresalto, el corazón oprimido por un horroroso
presentimiento. ¡Unos timbres eléctricos sonaban en toda la estación! Unos
empleados corrían aquí y allá, apresurados, ocupados. Él corrió también,
siguiéndolos, interrogándolos. ¡Santo Dios! supo..., sí, supo que había llegado
un despacho, que había ocurrido un accidente, un descarrilamiento a algunos
kilómetros. Ningún muerto, ningún herido. Pero los vagones que contenían los
paquetes y los equipajes, habían sido destrozados, reducidos a migajas, contra
las piedras de un talud. Profirió un espantoso juramento. ¡Destrozada! la cama
estaba destrozada, ¡la adorable cama de cielo de satén azul! Y, lleno de rabia,
Valentin se marchó a través de la llanura, perdidamente.
Seguro que no regresaría al castillo. Si encontrase un río se arrojaría allí sin
duda; si se encontrase al bordo de un abismo quizás se precipitase por él; pero
no regresaría al castillo. No se sentía con valor para volver a ver – puesto que
no la podía poseer –a aquella que había creído tan próxima a obtener. A esos
ojos que no besaría, a esos cabellos que no dejaría caer sobre la blancura nívea
de los hombros, a esa boca donde no acogería la rosa abierta del beso, ¡no
quería exasperar su deseo decepcionado! Y huía, sin meta. Las estrellas
brillaban desde hacía tiempo cuando por fin se detuvo, extenuado. Se orientó y
tomó el camino del castillo. Pues finalmente, incluso desesperado, tenía que
regresar, debía intentar dormir. Pero, por ser menos violento, su dolor no era
menos profundo; tenía la melancolía que sigue a las irremediables catástrofes.
III
Después de que
el gran portalón fue abierto y cerrado por un criado medio dormido, después de
subir la escalera en las sombras, continuó por el pasillo, el querido y triste
pasillo donde estaban tan próximos su aposento y el de la Señora de Caldelis. A
tientas buscaba su puerta, ¡la suya lamentablemente! Pero cuando iba a entrar
escuchó:
–¡Señor! ¡señor! –susurró no lejos, una vocecita muy dulce en las tinieblas.
–¡Ah! ¡cruel! –dijo– ¡sois vos! ¿Os habéis enterado del accidente?
–Sí. Es una gran desgracia.
–Lamentablemente todas mis esperanzas se han desvanecido con la cama de madera
de Chipre.
–Sin duda, sin duda, y yo lo lamento más de lo que sabría expresarlo. Sin
embargo...
Él se volvió y se acercó, con una alegría regresando a su corazón.
–¿Sin embargo, qué? – preguntó.
–Sin embargo tal vez haya un medio de arreglar las cosas.
La Señora de Caldelis se calló, como retractándose de una frase que se le
hubiese escapado en el silencio.
–¡Oh! ¡señora! –balbuceó Valentin cayendo arrodillado ante ella – ¿sería posible
que vuestro cariño hacia mi superara vuestros escrúpulos tan legítimos?
¿Habríais dejado de temer un amor que tendría, según vos, la vulgaridad brutal
de una cena en una posada?
–¡No! ¡no! ¡No, señor! Jamás consentiré ceder al supremo abandono sobre un catre
donde han dormido personas, donde han roncado y también amaron! Pero, en mi
habitación, no tengo más que esa cama casi desconocida, banal...
Él se había aproximado más, siempre arrodillado; un perfume tibio, delicioso, lo
acariciaba...
– También hay – continuó ella – un diván de seda azulada, con cojines de malines,
que está bien, donde solo he soñado; y tal vez, extendida sobre él, me he
acostumbrado, en unos pensamientos en los que vos no estabais ausente, a la idea
de que ese diván era casi la cama con palio de satén azul, ¡pobre cama
destrozada!
Traducción de José M. Ramos
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