EL PERFUME VENCIDO

I

La marquesa de Ruremonde, declaró con mucho arrojo:
– Puesto que ningún visitante se ha decidido a venir a perturbar la intimidad de este té de las cinco, dado que estamos solas y ya que estamos entre amigas, aprovechemos para ser francas, y confesemos, dejando aparte honestas hipocresías, que no hay persona bien nacida que no engañe a su marido.
– ¡Ni una!– aprobó la Señora Lise de Belvélize.
–¡Nada más cierto! – proclamó la Señora de Caldelis.
–¿A mi me lo va a decir, usted? – exclamó la vizcondesa de Valensole.
Esas jóvenes mundanas encontraban tan profundo placer en esta constatación de la universal infidelidad femenina que prorrumpieron en carcajadas al unísono; y de la alegre agitación de sus vestidos tan próximos entre sí, de sus cabellos sacudidos, de sus abanicos rápidamente cerrados y abiertos como dos alas de pájaros locos, con las risas y el polvo de arroz que flotaba en el aire, surgía un no sé que de amable perfume de adulterios rememorados.
Pero la pequeña baronesa Hélène de Courtisols, tan joven, tan frágil, tan ingenua, dijo:
–¡Yo no, por desgracia!
¿Acaso era la excepción a la regla? ¿No engañaba a su marido? Por inocente y mosquita muerta imbuida de las puerilidades del convento que le hubiesen dejado indemne el himen, era inverosímil que, tras un año de matrimonio, todavía no hubiese cedido a las tiernas o brutales pasiones de algún hábil amante aprovechando la penumbra del salón sin lámparas o los cómplices abandonos de una tarde de tormenta. Al asombro que experimentaban sus amigas, se unía, a las unas, un poco de incredulidad, y a las otras un poco de subestima. De modo que Hélène de Courtisols se sintió, bajo las miradas inquisidoras, tan turbada como una puede estarlo, y, no sin una amapola en cada mejilla, repuso, casi balbuceando:
–¡Oh, sé perfectamente que no hay que vanagloriarse de una virtud tan extrañamente pasada de moda! No ignoro que falto a todas las costumbres generalmente adoptadas; aquellas de entre ustedes que se mostraron conmigo tan amistosas, se alejarán tal vez de mí con un encogimiento de hombros. Además, imagino que se debe desfallecer muy agradablemente entre los brazos de un hombre joven que nos merezca mediante actos de devoción y largas e infatigables súplicas; confieso que no puedo imaginar sin delicia la plenitud de mis labios bajo unos bigotes rubios o morenos, un poco rudos, no demasiado, y, en fin, les juro que si soy más inhumana, a los enamorados, que una roca o que una tigresa, ¡no es culpa mía! Sino que, una fatalidad, contra la cual nada puedo, me obliga a las más estrictas continencias; no podría, sin exponerme a un gran peligro, acoger en la alcoba o sobre el diván las solicitudes de un amante decidido a llevar la situación al límite.
Tras esas palabras, la especie de desdén que, un instante antes, había rodeado a la Señora de Courtisols, trocó en una compasión muy tierna y sincera.
–¡Oh! ¡Pobre criatura! – gimió la vizcondesa de Valensole.
–¡Eso es horroroso! – se lamentó la Señora de Caldelis.
–¿Quién podría imaginar una desgracia semejante?–sollozó casi la Señora Lise de Belvélize.
Únicamente, la marquesa de Ruremonde, esa ilustre practicante, cuya fama está basada en tantas bellas aventuras y apoyada sobre una incomparable ciencia de los más sutiles arcanos, se mostró poco conmovida y dijo con tono reposado:
– Desde luego es muy fastidioso, en efecto; pero no sabría concebir a que peligro tan grave se expondría nuestra amiga cediendo a sus inclinaciones naturales; pienso que le gustaría darnos algunos detalles sobre la fatalidad con la que se justifica.
Todas exclamaron:
–¡Sí, sí, que hable! ¡Hable! Explíquenos porque le resulta imposible...
¡No ha habido nunca amapolas tan rojas como en esos instantes lo fueron los pómulos de Hélene de Courtisols! Murmuraba que no se atrevería nunca a decir toda la verdad, que no podían pedirle eso, que moriría antes que realizar tal confesión. Pero le rogaron con tanta insistencia, con tantas zalamerías, dejándole dar a entender tantas veces que la comprenderían (la Señora de Ruremonde, muy experta, había dejado caer ante la única ventana las pesadas cortinas de satén) y tantas veces le prometieron guardar el secreto, que por fin ella se resignó a satisfacer la curiosidad de sus amigas; y, medio tumbada en el sofá bajo, en medio de todas las jóvenes mujeres que tan cerca estaban, con el abanico ante el rostro y hablando a través de las lamas de marfil, dijo:
– ¡Sépanlo entonces todo!

II

Pensó durante un instante, luego comenzó:
–Habrán ustedes comprobado que ninguna flor de nuestros jardines exhala siempre el mismo perfume. De la más ardiente de las rosas, del más fragante de los claveles, si se les respira al amanecer, apenas emana un muy leve, muy fresco olor, como aletargado por el aire matinal y lavado de rocío. Pero, si el violento sol se ha ensañado sobre la flor en eclosión, si la ha calentado, quemado, obligado a librar todos los misterios de su cáliz, ésta expande en la brisa un caluroso aroma del que se embriagan las mariposas y las abejas. Pues bien...
– ¿Pues bien? – preguntó la Señora de Ruremonde.
– Pues bien, yo...,–continuó la pequeña Hélène de Courtisols (estaba tan turbada, tan temblorosa, que ustedes tendrían piedad de ella, ¡se lo aseguro!) yo me parezco a esa rosa o a ese clavel que cambia de aroma. Hice más de una vez la experiencia bajo las caricias, sin embargo tan moderadas – bastante frecuentes además,– de mi marido: el beso, incluso conyugal, triunfa en mí como el sol triunfa en la flor; obliga a fragantes manifestaciones, a las intimidades más ocultas de mi persona. ¡Ah! como se pierde, como desaparece, en el ardor extraño de un perfume siempre exaltado, el olor apenas sensible, tan ligero, tan fresco, matinal, de mi apacible pudor! Desde luego, todo me conduce a creer que el perfume, cuyo exceso me exalta y me encanta, no ofrece nada que disgustaría a los olfatos más refinados, y pienso en esas ocasiones que podría desafiar a los frascos más embalsamados. Pero, tan delicioso como sea, no es menos un obstáculo a las dulzuras del corazón que yo podría tener; y a causa de él, nunca, –¡so pena de ser señalada con el dedo!– nunca dejaré de ser abominablemente fiel al Sr. de Courtisols.
A decir verdad, las jóvenes mundanas de ese té de las cinco y la propia Señora de Ruremonde no comprendían muy bien la relación que podía existir entre el ardiente aroma y la deplorable virtud de la baronesa; de modo que la ingenua mujercita, enrojeciendo cada vez más, fue obligada a decirlo todo. ¿Y qué dijo? esto: del mismo modo que las flores, después de que el sol se oculta, están llenas todavía de la calurosa fragancia que provoca el violento mediodía, ella conservaba durante bastante tiempo el perfume que el beso hizo nacer; si hubiese estado entregada a queridas infidelidades, el barón de Courtisols, muy al corriente de la situación, y cuyas caricias eran frecuentes, no habría dejado de percatarse del engaño infligido; y, celoso por naturaleza, se habría conducido sin ningún miramiento hacia su esposa. Por desgracia, para vencer el perfume revelador, ella había usado aguas puras heladas, la más cálida hierba luisa, los más potentes almizcles. No, el perfume persistía, triunfaba, ¡encantador, pero terrible, adorable pero horroroso! Y tanto que latía en ella un joven corazón, tanto como la sangre de la juventud le corría en las venas, tanto como que ella no sería semejante a las flores marchitas que el furioso verano no sabría hacer olorosas, ella estaría condenada a la penosa observancia de la ley conyugal y no podría jamás albergar, del lánguido sueño de sus ojos casi cerrados, la esperanza de un amante arrodillado que, a veces, con una mirada rápidamente traída, acecha, por la puerta entreabierta del salón, la blancura vaga y lejana, en la habitación contigua, de la cama, de la querida cama, de la cama paradisíaca...
Las amigas de la pobre joven la compadecían de todo corazón, pues había que reconocer que era victima de una cruel fatalidad.
Pero la Señora de Ruremonde, dijo a media voz:
–¡Bueno, bueno! Para todo hay un remedio.
Llegada la hora en la que iba a vestirse para la cena oficial, o para la escapada al cabaret, hizo subir a su cupé a la Señora de Courtisols; y en la estrechez del coche, entre los ventanucos donde ya el crepúsculo ponía estores grises vagamente diáfanos, y entre los roces de las sedas mezcladas, hablaba al oído de Hélène, entre el estremecido cuello y las vibrantes lilas del sombrero:
–La flor conserva mucho tiempo el perfume que debe al astro púrpura y oro, el perfume revelador del beso solar que fue brutal como un abrazo viril, pero no lo conserva siempre. Mucho antes del alba del día siguiente, mucho antes del frío rocío, la flor se vuelve a cubrir del apacible olor de los primeros pudores, de las inocencias a medio abrir. Pues la pálida luna, la femenina y pálida luna ha salido y derrama sobre la rosa o el clavel sus refrescantes caricias; abanicando de resplandores nocturnos el cáliz quemado, roza con tanta dulzura el recuerdo de los furiosos rayos, que apacigua, calma, tranquiliza y relaja, y la flor que la luna besa obtiene el candor reconquistado de las virginales nieves!.
En el coche casi oscuro ya, la Señora de Ruremonde todavía decía otras cosas, en voz baja, entre los estremecimientos del cuello y las pequeñas flores cosquilleantes del sombrero.

III

¡Ah! Esa ilustre practicante, cuya fama está basada en tantas bellas aventuras y apoyada sobre una incomparable ciencia de los más sutiles arcanos, tenía razón al decir que hay remido para todo. Ahora la pequeña baronesa Hélène de Courtisols no está ya prisionera de una virtud que amenazaba con hacer de ella una ridícula mujer. Ahora engaña a su marido como es debido; y además sin peligro alguno, sin que jamás el Sr. de Courtisols pueda averiguar el engaño, tan ligero por otro lado, infligido. ¿Cómo se obtuvo ese resultado tan venturoso? Del modo más sencillo del mundo. Para liberarse de toda preocupación, bastaba con que la Señora de Courtisols, al regreso de alguna imprudencia en algún apartamento de soltero, donde el sol tal vez penetra demasiado ardientemente por las persianas, se demore una o dos horas en el salón de la Señora. de Ruremonde, empapelado como el horizonte de las bellas noches, de azul y plata pálida, en ese salón donde la claridad de una sola lámpara derrama una relajante dulzura, igual que un frescor de luna.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes