LA PERLA NEGRA EN LA MEDIA

I

En la sórdida callejuela de las afueras, en la periferia no parisina, sino en los extrarradios de provincias, donde pulula la miseria sin tregua y el vicio sin bohemia, había un caserón bajo, – fachada de yeso que se desconcha como en costras de herida seca, – hinchado como un enorme vientre leproso; y ese vientre tenía un gran número por ombligo.
Ese caserón era el número 19. Cabaret y casa alegre. Ofrecía vasos y bocas. Vasos llenos de sucio vino, bocas llenas de sucia saliva. Y si raramente se lavaban los vasos, más raramente se lavaban las bocas. Y la triste sed y el lamentable celo de los pobres frecuentaban ese infame tugurio donde algunas putas, de mesa en mesa, llevaban botellas y proponían camas, vendiendo como en un mercado eso que tiene de consuelo y de ideal aún en los peores alcoholes y en los harapos rosas y verdes alrededor de los flacos huesos desnudos o de las obesidades sin ropas. Allí iban soldados con uniformes ya manchados por recientes porquerías; y obreros, en blusas flojas, blancas por el yeso; y a veces, tímido, con aire de temer que se le eche, vestido con camisa floja y cubriendo su cabeza con un sombrero redondo, un jovencito sin bigote con un bozo rubio en el mentón, que se sentaba en un rincón lejos del gas, y miraba, tal vez virgen. En cuanto a las putas, con su aspecto de esperarse de todo, con el consentimiento a todo en la vileza de sus brazos, en el apático va y viene de su pecho, en el grueso balanceo de sus caderas, con la imposibilidad de la negativa en el rictus de sus bocas con dientes raros, podridos por preocupantes caries, se llamaban Rosa, Margarita y Camelia, abominable parodia de las virginales flores, o bien Laura, Safo, Mascota, reminiscencias novelescas de poemas y de vodeviles; y la agitación de una cinta lila o malva, aquí y allá, despertaba entre los huéspedes de la fiesta, en los viles hombres allí presentes que no querían recordar, candores de amores pueriles o de orgullos de quiméricos amores. Las mujeres bostezaban, cansadas.

II

Ahora bien, un día llegó un hombre diferente de todos los que estaban acostumbradas a ver. Parecía tener treinta años aproximadamente. Era bien parecido, con elegancia desde el modo de entrar y con cortesía en el aire con el que las miró. Ellas quedaron muy sorprendidas, tanto o más por que él tenía en la pechera de su camisa tres cositas opacas y brillantes a la vez. Unas perlas negras. Jamás habían oído hablar de que hubiese perlas de ese color. Se preguntaban que hacia un hombre tan bien vestido y de porte tan distinguido en su casa. En efecto, había algo extraordinario en esa visita. Era peculiar que un hombre como aquél hubiese ido a esa casa. Pero los viajes tienes esos azares. La curiosidad de un rico o ilustre turista puede conducirle a querer observar, solo, habiéndose desembarazado del guía y de los intérpretes, los barrios realmente curiosos de la ciudad que atraviesa. Príncipes han tenido tales caprichos. Además hay, incluso entre los de más rango, vicios repentinamente satisfechos en lo inmundo, y los sadismos principescos se rebajan a las satisfacciones de los patanes. Fuese quien fuese, ese hombre había entrado en esa casa. Y, al mismo tiempo que asombradas, las putas se sintieron inquietas: temían ser engañadas, admirando sinceramente lo que él tenía de prodigioso con tanta elegancia y visible riqueza. Camelia dijo: «Ese debe ser alguien de la policía.» De ahí un pavor. El «19» consentía algunas veces en irregularidades mal toleradas por la administración. Se hizo un silencio. Se consideró conveniente a causa de ese desconocido. Safo, que se había sentado sobre las rodillas de dos artilleros, se levantó y encendió un cigarrillo para ver lo que ocurriría.
Además el visitante se comportó con toda normalidad. Hizo señales a una de ellas, a Safo precisamente. No demasiado fea, bastante joven. Tras un acuerdo con ella, abandonó el salón siguiéndola, subió los peldaños de una escalera de caracol y se encontró en una habitación casi parecida a un cuarto de criada, – pero en una cromolitografía unas palomas se picoteaban – se desnudó y no exigió nada (Safo regresó oliendo a agua fresca) lo que pudo espantar la experiencia de una prostituta; se volvió a vestir, apacible. Ella le preguntó: «¿No olvidarás hacerme mi regalito, querido? Yo meto en mi media todo lo que se me da.» Él sonrió. Quitó de la pechera de su camisa una de las tres cosas opacas y brillantes a la vez, e, inclinándose, la deslizó debajo de la liga, en una de las media negras de Safo. Hecho esto, volvió a bajar la escalera; guiado por la muchacha, no atravesó el salón por dónde había entrado, sino que siguió un corredor cuya puerta daba a la calle y desapareció. Al regresar a la sala común, Safo dijo: «¿Sabéis lo que me ha dado? Uno de los botones de su camisa. Me lo ha puesto en mi media. – Bueno, dijo Camelia, ¿qué es lo que os había dicho? Estaba demasiado bien vestido para ser cierto. ¡Es un policía y te ha estafado, hija mía!»

III

Safo no tenía más que veinte años. A los doce, hija de granjera, un cochero la había arrojado contra un talud. Juliana, – ese era entonces su nombre – se sometió después de haber gritado. Le dolió al principio; dos días después ya no sentía nada. Pero el cochero había contado el asunto. Qué era fácil. Que no se quejaba después. Eso le granjeó una reputación en la comarca. Aquellos que no tenían amiga, e incluso los que la tenían, la acechaban después de cenar, detrás del seto diciéndole: «Ven», para ver lo que ocurriría. Sucedía lo que se quería. Eso no le hubiese pasado si se defendiese cuando la arrojaban contra un talud o cuando la empujaban en una cuneta. Al cabo de algún tiempo ya no se molestaban con ella. Era conveniente que estuviese dispuesta para cuando tenían ganas. Ella no encontraba placer en ello, no del todo. Servía a toda la región sin que se le sirviese a ella en nada. Pero era una costumbre que había tomado, dejarse hacer, como los demás habían tomado el hábito de hacer uso de ella cuando se le decía. Finalmente quedó embarazada. ¿De quién? De unos y de otros. Se le habría dicho: «Estás embarazada del perro de la granja,» y ella habría respondido: «Es muy posible.» Había prestado tan poca atención a tantas personas que la tomaban que bien había podido haber un animal entre ellas. Esos hombres se divertían con ella porque no se atrevía a rechazarlos por la razón de que no había rechazado a los primeros; de ese modo no le molestaba más levantarse las faldas en el sendero que poner los cubiertos en la cocina de la granja. Finalmente quedó embarazada. ¡Una verdadera suerte! Con su pequeño muerto, partió para la ciudad de nodriza. Como conservó unos buenos senos, incluso después del pequeño burgués al que amamantó, entró a servir en una casa donde no tenía más que hacer que lo que había hecho antes en las cunetas y contra los taludes. Un buen lugar, realmente. Alimentada, vestida y acostada. En cuanto a abrir las piernas, eso no le preocupaba: a los doce años había aprendido como tenía que hacerlo; y le divertía tener, en una bella sala con gas, donde venían militares, cosas azules y rosas sobre el cuerpo. Por ejemplo, jamás había comprendido porque se la llamaba Safo, ya que se llamaba Juliana, pero no pensaba demasiado en eso; con tal de comer cuando tenía hambre, y de beber cuando tenía sed, e incluso cuando no tenía sed… Era una especie de animal, gorda, blanca, que no sentía placer en ser acariciada… y nada le sorprendía… Ni siquiera se había encolerizado cuando un caballero tan bien vestido la había estafado poniéndole en la media una cosita redonda, negruzca, que bien valía dos centavos; ella la miró preciosamente, sin saber por qué, como un fetiche.

IV

Pero se enamoró.
Ellas han de amar un día u otro, incluso aquellas donde se envilece el amor de los demás.
¿A quién amó?
A una especie de aprendiz de blusa blanca, no alto, no fuerte, frágil, con manchas rojizas sobre una piel pálida, un divertido muchachito al que hacían venir a veces cuando algunas personas lo solicitaban.
Tenía un aspecto de mujer que acaba de dar a luz; la cara pálida, arrastrando la pierna, caminaba de mesa en mesa, y cantaba canciones de cabaret con una voz muy bonita. Hubiesen debido contratarlo en un teatro. ¡Ella se prendó de él, apasionadamente! Cosa increíble. Fue en un minuto, en una cama de casa pública, donde esta muchacha que había pertenecido a todo el mundo, se entregó por primera vez.
Un día él le dijo:
–¿Tienes valor?
–Si tú quieres.
–Hay un golpe que dar.
–Si tú quieres.
–Se trata de los burgueses que van de viaje.
–Si tú quieres.
–Tú, entrarás primero, conversarás con la criada..
–Si tú quieres.
–Mientras que…
Ella le saltó al cuello.
–¡Todo lo que tú quieras!
Pero el asunto fue un fiasco. Fueron condenados, él a diez años de trabajos forzados y ella a dos años de prisión.

V

Cuando salió de prisión, sin un centavo, con un viejo vestido sobre la espalda, ni sombrero para cubrirse la cabeza, y aquél al que amaba, o que ya no amaba – pues dos años en prisión se hacen largos y eso cambia las ideas – preso por ocho años aún, caminó en línea recta como alguien que busca un río al que arrojarse.
No se arrojó al agua porque encontró a un hombre que le habló o a quién ella habló en primer lugar. Lo que había hecho en la vil casa de las afueras, lo volvió a hacer en los turbios hoteles, en las esquinas de las calles, bajo las puertas de los garajes. No bonita cuado era joven, más casi deseable por el grosor lechoso de las carnes, he aquí que la angustia y la prisión la habían enflaquecido hasta no ser más que un pellejo colgante y amarillento sobre unos gruesos huesos. Pronto fue, odiosamente, en Burdeos, o en Toulouse, o en París, la merodeadora nocturna cuya edad no sabría incluso presumirse, y que , titubeante, deslizante, con aire de querer entrar en la pared de donde tal vez ha salido, hablaba en voz baja a los paseantes, ofreciéndoles no se sabe demasiado que, balbuceando, y ,dispuesta a venderse, parecía mendigar que no se la comprase.

VI

Miserable, enferma, pasando largos días en la procura del pan y largas noches sin techo, delirante y soñando con una mesa donde le sirven platos, Ni una camisa, apenas un vestido, y los tufos de malos alcoholes apestándole el aliento; la miserable rodó hasta el fondo de la abyección. Fue echada de los despachos de bebidas, cerca de las fortificaciones, la horrible vieja a quien los pelos grises salían debajo de un sucio pañuelo rojo y que merodeaba, arisca a las horas de la peor desolación. Se consolaba con un recuerdo; aquél que pasó en la vil casa de las afueras de provincias. En aquella época al menos había saciado su hambre, calmado su sed, más que su sed. E incluso, entonces, tenía muselinas alrededor de las caderas, cintas en los cabellos; tenía medias negras que hacían parecer más blancas las carnes de sus mullidas caderas, y, en esas medias metía pequeños objetos, algunas veces monedas de cien centavos. Por instantes pensaba con amargura en el hombre, en el hombre desconocido – «alguien de la policía » había dicho Camelia – que le había puesto en la media una cosa redonda, opaca y brillante; una cosa que siempre había conservado como un fetiche. Ella se había equivocado guardándola. Era una estafa que le había hecho ese caballero. El fetiche portador de buena suerte había sido una maldición.
La desgraciada cayo más bajo aún en la indigencia, en la miseria, en el horror. No ganaba ya nada incluso con los borrachos con quienes se emborrachaba. Iba dando tumbos a lo largo de las paredes, hambrienta, medido adormilada, horrible, destinada a morir antes de una hora, consintiendo en ello. Un día finalmente, – era en Paris, barrio de Saint-Martin, ante una tienda donde se vendían y compraban objetos en el Monte de Piedad, – ella desfalleció, jadeante. Los transeúntes se detuvieron. Personas caritativas tuvieron piedad de esa vieja que caía de enfermedad o de inanición, hablaron de llevarla a una farmacia, de hacer una colecta. Era demasiado tarde. La pobre anciana estaba muerta. Unos guardianes de la paz levantaron el cuerpo y se lo llevaron…

VII

El hombre que tenía la tienda donde se compraban y vendían objetos en el Monte de Piedad había mirado, sin mezclarse, toda la lamentable escena. Deploraba esa especie de conmoción que espantaba a los clientes. Una vez alejada la multitud, iba a regresar a su almacén. Se detuvo, había visto algo redondo y de sombrío brillo sobre la acera. Se bajó, recogió la cosita brillante, la miró, la miró todavía más, se estremeció, se volvió rojo, regresó a su tienda fuera de sí. Había encontrado una perla negra que valía quince mil francos.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes