LA PERLA NEGRA EN LA MEDIA I En la sórdida
callejuela de las afueras, en la periferia no parisina, sino en los extrarradios
de provincias, donde pulula la miseria sin tregua y el vicio sin bohemia, había
un caserón bajo, – fachada de yeso que se desconcha como en costras de herida
seca, – hinchado como un enorme vientre leproso; y ese vientre tenía un gran
número por ombligo. II Ahora bien, un
día llegó un hombre diferente de todos los que estaban acostumbradas a ver.
Parecía tener treinta años aproximadamente. Era bien parecido, con elegancia
desde el modo de entrar y con cortesía en el aire con el que las miró. Ellas
quedaron muy sorprendidas, tanto o más por que él tenía en la pechera de su
camisa tres cositas opacas y brillantes a la vez. Unas perlas negras. Jamás
habían oído hablar de que hubiese perlas de ese color. Se preguntaban que hacia
un hombre tan bien vestido y de porte tan distinguido en su casa. En efecto,
había algo extraordinario en esa visita. Era peculiar que un hombre como aquél
hubiese ido a esa casa. Pero los viajes tienes esos azares. La curiosidad de un
rico o ilustre turista puede conducirle a querer observar, solo, habiéndose
desembarazado del guía y de los intérpretes, los barrios realmente curiosos de
la ciudad que atraviesa. Príncipes han tenido tales caprichos. Además hay,
incluso entre los de más rango, vicios repentinamente satisfechos en lo inmundo,
y los sadismos principescos se rebajan a las satisfacciones de los patanes.
Fuese quien fuese, ese hombre había entrado en esa casa. Y, al mismo tiempo que
asombradas, las putas se sintieron inquietas: temían ser engañadas, admirando
sinceramente lo que él tenía de prodigioso con tanta elegancia y visible
riqueza. Camelia dijo: «Ese debe ser alguien de la policía.» De ahí un pavor. El
«19» consentía algunas veces en irregularidades mal toleradas por la
administración. Se hizo un silencio. Se consideró conveniente a causa de ese
desconocido. Safo, que se había sentado sobre las rodillas de dos artilleros, se
levantó y encendió un cigarrillo para ver lo que ocurriría. III Safo no tenía más que veinte años. A los doce, hija de granjera, un cochero la había arrojado contra un talud. Juliana, – ese era entonces su nombre – se sometió después de haber gritado. Le dolió al principio; dos días después ya no sentía nada. Pero el cochero había contado el asunto. Qué era fácil. Que no se quejaba después. Eso le granjeó una reputación en la comarca. Aquellos que no tenían amiga, e incluso los que la tenían, la acechaban después de cenar, detrás del seto diciéndole: «Ven», para ver lo que ocurriría. Sucedía lo que se quería. Eso no le hubiese pasado si se defendiese cuando la arrojaban contra un talud o cuando la empujaban en una cuneta. Al cabo de algún tiempo ya no se molestaban con ella. Era conveniente que estuviese dispuesta para cuando tenían ganas. Ella no encontraba placer en ello, no del todo. Servía a toda la región sin que se le sirviese a ella en nada. Pero era una costumbre que había tomado, dejarse hacer, como los demás habían tomado el hábito de hacer uso de ella cuando se le decía. Finalmente quedó embarazada. ¿De quién? De unos y de otros. Se le habría dicho: «Estás embarazada del perro de la granja,» y ella habría respondido: «Es muy posible.» Había prestado tan poca atención a tantas personas que la tomaban que bien había podido haber un animal entre ellas. Esos hombres se divertían con ella porque no se atrevía a rechazarlos por la razón de que no había rechazado a los primeros; de ese modo no le molestaba más levantarse las faldas en el sendero que poner los cubiertos en la cocina de la granja. Finalmente quedó embarazada. ¡Una verdadera suerte! Con su pequeño muerto, partió para la ciudad de nodriza. Como conservó unos buenos senos, incluso después del pequeño burgués al que amamantó, entró a servir en una casa donde no tenía más que hacer que lo que había hecho antes en las cunetas y contra los taludes. Un buen lugar, realmente. Alimentada, vestida y acostada. En cuanto a abrir las piernas, eso no le preocupaba: a los doce años había aprendido como tenía que hacerlo; y le divertía tener, en una bella sala con gas, donde venían militares, cosas azules y rosas sobre el cuerpo. Por ejemplo, jamás había comprendido porque se la llamaba Safo, ya que se llamaba Juliana, pero no pensaba demasiado en eso; con tal de comer cuando tenía hambre, y de beber cuando tenía sed, e incluso cuando no tenía sed… Era una especie de animal, gorda, blanca, que no sentía placer en ser acariciada… y nada le sorprendía… Ni siquiera se había encolerizado cuando un caballero tan bien vestido la había estafado poniéndole en la media una cosita redonda, negruzca, que bien valía dos centavos; ella la miró preciosamente, sin saber por qué, como un fetiche. IV Pero se
enamoró. V Cuando salió de
prisión, sin un centavo, con un viejo vestido sobre la espalda, ni sombrero para
cubrirse la cabeza, y aquél al que amaba, o que ya no amaba – pues dos años en
prisión se hacen largos y eso cambia las ideas – preso por ocho años aún, caminó
en línea recta como alguien que busca un río al que arrojarse. VI Miserable,
enferma, pasando largos días en la procura del pan y largas noches sin techo,
delirante y soñando con una mesa donde le sirven platos, Ni una camisa, apenas
un vestido, y los tufos de malos alcoholes apestándole el aliento; la miserable
rodó hasta el fondo de la abyección. Fue echada de los despachos de bebidas,
cerca de las fortificaciones, la horrible vieja a quien los pelos grises salían
debajo de un sucio pañuelo rojo y que merodeaba, arisca a las horas de la peor
desolación. Se consolaba con un recuerdo; aquél que pasó en la vil casa de las
afueras de provincias. En aquella época al menos había saciado su hambre,
calmado su sed, más que su sed. E incluso, entonces, tenía muselinas alrededor
de las caderas, cintas en los cabellos; tenía medias negras que hacían parecer
más blancas las carnes de sus mullidas caderas, y, en esas medias metía pequeños
objetos, algunas veces monedas de cien centavos. Por instantes pensaba con
amargura en el hombre, en el hombre desconocido – «alguien de la policía » había
dicho Camelia – que le había puesto en la media una cosa redonda, opaca y
brillante; una cosa que siempre había conservado como un fetiche. Ella se había
equivocado guardándola. Era una estafa que le había hecho ese caballero. El
fetiche portador de buena suerte había sido una maldición. VII El hombre que tenía la tienda donde se compraban y vendían objetos en el Monte de Piedad había mirado, sin mezclarse, toda la lamentable escena. Deploraba esa especie de conmoción que espantaba a los clientes. Una vez alejada la multitud, iba a regresar a su almacén. Se detuvo, había visto algo redondo y de sombrío brillo sobre la acera. Se bajó, recogió la cosita brillante, la miró, la miró todavía más, se estremeció, se volvió rojo, regresó a su tienda fuera de sí. Había encontrado una perla negra que valía quince mil francos. Traducción de
José M. Ramos |