LA PRINCESA MUDA

I

La hija del rey era muda; esa desgracia había acontecido por el capricho de una malvada hada que vivía en una perla, entre los corales y las estalactitas de una cueva submarina. No era posible imaginar nada más bonito que la princesa Ermelinda; a los dieciséis años se parecía al mes de abril; sus ojos eran azulados como las malvas, su boca roja como las gavanzas; cuando acercaba hacia ellos su níveo rostro para aspirar su olor, los jazmines decían en un rumor de hojas: «¡Qué blanca es!» Por desgracia en la tierra no existe nada perfecto. ¡Sería demasiado encantador una rosa que cantara como los ruiseñores! Ermelinda no hablaba. Y no solamente era muda de labios; sino que tampoco le era posible expresar su pensamiento mediante gestos o la mirada. Cuando la interrogaban no sabía hacer esos signos con los dedos; esos movimientos de cabeza o esos guiños con los ojos que dicen sí o que dicen no. De modo que no se podía conversar con ella más que con una estatua o con una muñeca. Lo que era una condena pues, tan exquisita a la vista, sin lugar a duda hubiese sido delicioso escucharla. Como podéis imaginar la minusvalía de su hija era un gran motivo de pena para el rey. Mandó llamar a los médicos más ilustres del mundo, entre otros a un doctor llamado Sganarelle que tenía una gran reputación por la curación de casos similares; acudió también a los hechiceros más famosos; ni la ciencia ni la magia devolvieron la palabra a la princesa Ermelinda. El padre se desolaba cada vez más. Por fin se dijo que solamente podría remediar el daño quién lo había producido, y decidió ir a visitar a la malvada hada entre los corales y las estalactitas de la cueva submarina. No había mucha esperanza, tal era su fama de cruel, de que se dejase enternecer por los ruegos y las lágrimas; el mayor placer de los perversos es ver la tristeza de los desgraciados que ellos crean; pero, puesto que no había más alternativa que esa gestión, era necesario intentarlo. El rey se puso en camino con algunos de sus cortesanos, y, no sin muchas fatigas y aventuras, penetró en el misterioso habitáculo del hada, donde ésta, muy pequeña y embutida en su perla, rompió a reír en tamaña carcajada que la perla, sacudida, parecía un cascabel sonando. No era un buen presagio en cuanto al éxito de la empresa. También los recién llegados no se mostraron menos asombrados que regocijados cuando el hada adelantando su cabecita, dijo: «¡Eh! ¡eh!, señor, no habéis hecho en vano tan largo viaje. Yo valgo mucho más que mi reputación como comprobaréis. Dado que lo deseáis, a partir de ahora la princesa Ermelinda hablará como vos y yo en todas las circunstancias de la vida... – ¡Ah! señora, exclamó el rey cayendo de rodillas, ¡me hacéis el favor más grande del mundo y no hay nada con lo que me sienta capaz de testimoniaros hasta que punto os estoy obligado!» Pero ella continúo riendo: «En todas las circunstancias de la vida... ¡excepto en una sola!» Viniendo de una persona malvada, esta reserva inspiraba cierta inquietud. El rey, muy preocupado, se apresuró a preguntar cual era el caso, el único caso, en el que la princesa estaría muda como antes. Pese a no reparar en preguntas, él debió regresar sobre sus pasos sin haber obtenido ninguna respuesta, pues el hada le cerró la perla en las narices. Es decir que la hizo girar de modo que ya no se volvió a ver más que la esfera cerrada, donde centelleaba el oriente con aire de burlarse.

II

Pero de regreso en su palacio el augusto viajero olvidó toda pena por la alegría experimentada. La princesa hablaba, hablaba, hablaba con la voz más diáfana y más dulce que se hubiese oído jamás. Ella murmuraba: ¡Padre mío!; esas palabras que él tanto había anhelado escuchar, con tan exquisitas inflexiones hacían que su corazón se fundiese en delicias. Y decía mil cosas más, bonitas, locas, dichosas, todas las cosas que quería decir. Durante tan largo tiempo había guardado silencio que ahora no se contenía en prodigar palabras. Sonriente como las flores y radiante por no ser muda como ellas, yendo, viniendo, saltando y corriendo desde las salas al jardín y del jardín al bosque, parloteaba sin descanso, igual que un pájaro que gorjea o como una fuente que fluye; callarse ahora le resultaba tan difícil como antes hablar le había sido imposible. Sus damas de honor trataban en vano de introducir una palabra; ella decía todas las palabras; y desde que las currucas del matorral comenzaban a gorjear, ella les interrumpía con una cháchara que no acababa nunca. Mientras la vestían, la peinaban o mientras su maestro de baile le ensañaba la pavana, por la mañanas, por la tarde y por la noche, en la mesa, en la ventana, no importaba cuando, no importaba donde, ella hablaba, no dejaba de hablar; ¡durante la noche, dormida, hablaba en sueños! No, realmente, en ningún caso, aunque lo hubiese dicho el hada, permanecía silenciosa. Y, un día, no sabiendo ya que decir, dijo que quería casarse. Como podéis suponer, los deseos de la princesa, desde que pudo expresarlos, eran órdenes para el rey y para todas las personas de la corte. Se le encontró un esposo que hubiese hecho dichosa a una emperatriz: joven, guapo, de ilustre linaje, enamorado y cubierto de gloria; y el matrimonio se celebró con toda la premura imaginable. El día de la boda el rey no dejó de experimentar alguna preocupación. Tal vez el momento del himeneo fuese esa «circunstancia de la vida» en la que Ermelinda debería permanecer muda como antes. Qué lamentable situación se produciría si en el mismísimo instante en que el esposo la tomase en sus brazos diciéndole: «¡Te amo!» ella fuese incapaz de responder a esa declaración. En semejante caso es inútil hablar en alto, pero es necesario hablar, por poco que sea, por bajo que sea; no es solamente para el beso para lo que se deben abrir los labios. A pesar de las aprensiones que se habían podido concebir, no se produjo ningún contratiempo; y el aire victorioso que al día siguiente se reflejaba en el rostro del esposo, fue prueba más que suficiente de que la princesa había dicho todo lo que había que decir.

III

Transcurrieron muchos días. En la corte reinaba la felicidad más perfecta. La historia no dice si el pueblo era tan feliz como los que lo gobernaban; pero, finalmente en sus penas, si las había, la felicidad de sus amos debía producirles un gran consuelo. El rey, colmado de placer al escuchar parlotear a su hija, estaba muy lejos de pensar en la inquietante reserva que el hada había hecho, y el marido de la princesa tenía esa ventura, a la cual no es comparable ninguna alegría, de poseer a una mujer joven, bonita y siempre de buen humor. Por añadidura, Ermelinda tenía al menos tantas virtudes como encantos; era fresca como las flores, cantarina como los pájaros; se aferraba a sus deberes, era fiel a sus juramentos, no demasiado coqueta ni demasiado frívola a pesar de sus risas y sus dichos. No se habría dejado enternecer excesivamente, como tantas otras personas regias, por los trovadores que cantan baladas; ella conservaba el más honesto porte los días en los que su marido ofrecía hospitalidad a monarcas de paso o a príncipes viajeros; y jamás despertó, con una rosa que se deja caer o un misal olvidado sobre el reclinatorio del oratorio, la inocente ternura de los pequeños pajes que suspiran en las esquinas. No tenía otro placer que estar sentada en la habitación conyugal al lado de su esposo, y cuando éste se alejaba de ella a cusa de los asuntos de Estado, la única diversión que se permitía era algún paseo por el vergel o por el bosque, donde soñaba bajo las ramas.
Ahora bien, una vez que ella caminaba, completamente sola, por el lindero del bosque, ocurrió que pasó un jinete por el camino buscando aventuras de batallas o amor. En aquella época, los paladines mostraban mucho respeto por las damas y las señoritas; pero ese respeto no llegaba hasta el punto de no solicitar algún dulce favor cuando la ocasión era propicia; desde luego habrían enrojecido al robar un beso sobre una boca que los rechazaba, pero no se consideraban culpables de depositarlo sobre los labios que lo consintiese. Precisamente el jinete que pasaba por el camino, guapo, bien parecido y con llamas en los ojos, estaba destinado más que ningún otro a las tiernas disposiciones que pueden tener las mujeres que uno encuentra. A la vista de la princesa, a la que no conocía, exclamó: «¡Hay que reconocer que nunca se presentó ante mis ojos persona tan bella!» Y descabalgando continúo hablándole a ella: «¡Seáis quien seáis, sabed que me he enamorado de vos, de lo joven y agradable que sois! Yo no soy tan repulsivo que no se pueda padecer mi cercanía; y, dado que henos aquí el uno y el otro con la ocasión, iremos, si gustáis, a la profundidad de este bosque, donde mostraré una vez mas que no valgo menos en las batallas de amor que en los combates a muerte.» Al mismo tiempo él le tomaba las manos, atrayéndola, sin rudeza. A estas palabras, a estos gestos, la cólera de la princesa sería imposible de describir ¿Cómo se la trataba así a ella, a la hija de uno de los más grandes reyes del mundo? Al menos, aquél que se había atrevido a tal infamia no tardaría en arrepentirse. Ella lo miró fijamente a la cara, iba a reprochárselo mediante algún altivo discurso... No, no pronunció ni una palabra, ¡ni una sola! y no hizo ni un gesto ni uno de esos gestos con el dedo, ni uno de esos movimientos de cabeza que dicen no. Por desgracia, se presentaba la Circunstancia en la que Ermelinda debía quedarse muda. El caballero rompió a reír, mientras ella no pronunciaba palabra. «¡Magnífico! Esta no es arisca y no muestra ningunas ganas de rechazar el placer que se presenta.» Luego, abrazándola, y poniéndole los labios en la boca, la llevó en silencio a la profundidad del bosque donde él tuvo todas las oportunidades para demostrar que no había mentido vanagloriándose de su valor en las batallas del amor. ¡Ay! ¡pobre muda!

IV

Y así fue como la maldad del hada que reía en su perla se llevó a cabo. Pero se equivocó en que el rey sufriese por eso, y es que Ermelinda fue la única víctima. Pues, de regreso al palacio, la princesa tuvo la precaución – aunque había recobrado la palabra – de no contar su desventura; buena como era, no quiso disgustar ni a su marido ni a su padre con la confesión de un daño irremediable. Incluso por temor a que pudiesen concebir algunas sospechas con la que su felicidad se viese truncada, decidió no cambiar en nada sus costumbres; y, ocurriese lo que ocurriese, continuó dando sus paseos, de vez en cuando, por el lindero del bosque, no lejos del camino por donde pasan los jinetes errantes.

Traducción de José M. Ramos
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