PRUEBAS
Las tres
estaban encantadoras, – Jeanne, Thérèse y Bérengère, – hablando de sus amores,
cada una alabando a su amigo, cada una creyéndose la más amada de las tres.
– ¡Al que permito por las noches – dijo Thérèse – despeinar mis cabellos, me da
la mejor prueba de cariño que una mujer pueda desear! Pues, sin dudarlo jamás,
sin considerarlo siquiera, él derrocha, siguiendo los dictados de mi capricho,
unas sumas tan considerables que cuando se arruine recuperará su fortuna a fin
de volverse a arruinar. Ese collar de perlas negras que la más rubia de las
Altezas soñaba con encontrar en su ajuar de bodas, – pero el real novio no era
lo suficiente rico, – ¿sabéis por qué ya no está en la joyería de la avenida de
la Opera? porque yo lo he depositado en mi joyero. Soy de la opinión que la
habitación donde las princesas de los cuentos cuelgan sus faldas bordadas de
luna y sol no sería, comparada con los armarios forrados de seda y atestados con
mis vestidos, más que una sórdida tienda de miserables harapos; las muselinas de
Sirinagor y las fallas de Lyon, los brocados y las telas de seda, las floridas
batistas que lucen las marquesas vestidas de pastoras, y la blusa en hilo de
palmera, parecida a la zurzida en dos lugares hacia lo alto de la cadera, – pues
el rey Salomón la había roto, – con la que se vistió la reina de Saba para
tentar al guapo eremita, los muarés, los terciopelos, las telas de China y las
de Siam, todas las telas que deslumbran han sido bordadas para mí sola, en
camisones y en vestidos, por un costurero de genio, y su magnificencia ha sido
tan adecuada de modo que hiciese realzar la gracia gruesa de las curvas y la
gracilidad de las delgadeces, – pues, alguna delgadez aquí y allá es necesaria,
– que la más perfecta de las mujeres que hubiese estado tan confiada en su
desnudez como la Afrodita del monte Ida, ¡no hubiese dejado de preferirlas a la
transparencia del aire! Pero el más exquisito de los lujos que debo a mi amigo,
es el de la habitación donde no dormimos. Yo me enredo, radiante, en sabanas de
alençon; muerdo, cuando los encarnizamientos de sus caricias me obligan a
desplegar cortas indiferencias, muerdo almohadas de seda, cada uno de cuyos
desgarros supone un tesoro perdido; y cuando, pidiendo gracia con ruegos que no
quieren ser atendidos, me escapo de la cama y me niego a regresar a ella,
descalza embutida en abrigos de piel de zorros azules, entre las figuritas de
porcelana de Saxe y de Japón, que tiemblan bajo un techo donde sonríe una recién
llegada a Citara, pintada por el gran Watteau, veo reflejarse los oros de mi
cabellera despeinada y las puntas rosas de mi pecho en unos antiguos espejos
italianos, pagados al peso del diamante, donde, según los certificados de los
expertos menos sospechosos, se han mirado solamente la hermosa novia de las
Bodas de Canán y la Mona Lisa de Leonardo da Vinci.
Thérèse se calló, triunfante.
–Es cierto – dijo Bérengère, que la generosidad de un hombre es una buena prueba
de la pasión que han sabido inspirarle. Pero el amor excesivo se afirma mediante
otras pruebas. Prodigar el oro que se tiene, o que se tendrá, es en suma un
mediocre sacrifico; el amante preocupado de merecer el perfume de nuestros
labios lo que debe ofrecer a todas horas, en todo minuto, es su sangre, es su
vida. ¡Mi amigo se ha batido por mí diez veces en un solo año! Ha matado a un
imbécil que se había atrevido a decir desde su silla, debajo de nuestro palco –
¡después de haberme mirado! – que no había en la sala ninguna mujer bonita; un
día fue herido de una estocada en pleno pecho por un impertinente que, una
mañana, en el Bosque, paseando a caballo al lado de mi coche, había hecho
observar, con voz muy alta, que yo tenía los ojos más bonitos del mundo. Otro de
sus duelos lo motivó mi abanico, que al caerme en la ópera, fue recogido
demasiado aprisa por un noble ruso que me los entregó rizando su bigote. Y tened
en cuenta que mi amigo es el menos entendido del mundo en asuntos de esgrima o
tiro. ¿Dónde encontraría el tiempo para ir a ejercitarse en las salas de armas,
puesto que raramente abandona mi salón? Incluso no es muy valiente. A menudo le
he visto tener miedo. Sí, miedo, como una mujer; eso es encantador. Pero lo que
le da valor es haberme entregado su corazón. Y el otro día, regresando de Meudon,
dónde a punto estuvieron de matarlo, se excusó de no ofrecerme más que el tallo
de una rosa recogida para mi y conservada durante el duelo en su ojal porque la
bala, al pasar, había deshojado la flor.
II
Picada, Thérèse
respondió:
– Una no esta verdaderamente segura de ser amada más que cuando ha sido
preferida a las demás. Escucha, y reconoce que ninguna mujer es querida tanto
como yo lo soy. El mes pasado, una joven sueca, - tú sabes lo que quiero decir,
- hermosa con locura, locamente rica, emparentada con duques regentes y
banqueros, apareció en sociedad donde bailamos el cotillón. ¡Tan blanca que
parecía verse sobre sus hombres el invierno de su país! ¡Tan rubia, tan dorada,
¡que parecía cubrir su cabeza con su dote! y con todas las inocencias y todos
los encantos en la gloria de un rango ilustre. Una rosa blanca entre las páginas
del Almanaque de Gotha. Ella se enamoró de mi amigo y deseó que él la tomase por
esposa. Ella le ofrecía, – con sus carnes níveas y sus cabellos soleados, – todo
los que podría dar Serphita prima de rey e hija de usurero. Pero él ni siquiera
se tomó la molestia de decirle a la enamorada que él no la podía amar; y tal es
su ceguera por todo lo que no soy yo que, buscando un pretexto plausible para
rechazar a esta virgen tan pálida con cabellera flumígera, acabó diciendo...
¡que él no amaba más que a morenas!
Thérèse no añadió ni una palabra más, convencida de que no había respuesta que
temer.
– Sin duda, sin duda – dijo Bérengère, hay algo de halagüeño y significativo en
el hecho de ser preferida a una joven muchacha del Norte que tiene el Oriente en
los cabellos. ¿Pero para que buscar pruebas de cariño más allá del cariño misma?
¡Mi amigo me demuestra que me ama, amándome! Es terrible, sin pausas. Querida,
te aseguro que es terrible. Entre los más ardientes, entre los más jóvenes,
están aquellos que esperan el momento propicio, las circunstancias, ¿qué se yo?
que los incite al arrebato. Pierden la cabeza cuando la ocasión les es ofrecida.
Para volcarse en la pasión tienen necesidad de tener sus comodidades. Van a
buscar una alfombra a la casa para que el verdor de la hierba no manche el
vestido de la amada. Algunos incluso, –¡ah! Dios nos guarde de encontrar nunca a
tales personas! – no deben el resurgir de sus deseos más que al hábito. Para
ellos la hora de los besos es cómo la hora de las comidas. Se acuerdan de amar
cuando tienen ganas de dormir, al presentarse la misma ocasión. Su pasión tiene
necesidad de este pretexto, de esta excusa diría yo: la cama donde van a roncar.
¡Misericordia! ¡poner los labios en los labios, echar los brazos al cuello,
porque una pierna, por casualidad, o buscando la bola calida, ha rozado otra
pierna! Pero aquél que yo elegí, –¡cuanta razón tuve en elegirle! –para ser
irresistible no espera ser invitado por banales conveniencias. Basta que esté
allí y que sea allí para que me transporte. Me quiere porque me ve. Ignora los
preámbulos, no deja nunca para mañana los únicos asuntos verdaderamente serios.
Y la frecuencia, ¿qué digo?, la continuidad de su querido arrebato se manifiesta
en furiosas rudezas, en tales brutales abrazos que, si yo fuese una ninfa de los
bosques y él un fauno que me arrojase, estremecida y cautiva, contra el tronco
de un roble, los transeúntes, al día siguiente, creerían que un rayo había caído
allí, – ¡a causa del árbol abatido en los brezales!
III
Ahora bien,
mientras ellas alternaban como en una égloga, Jeanne, con aire soñador, no decía
ni una palabra.
– Y tú, querida, ¿qué prueba tienes del amor de tu amigo? Después de lo que
acabamos de decir, no te atreverás a afirmar, supongo, que eres amada más que
nosotras.
Jeanne sonrío.
–Dinos, ¿tu amante ha inventado para complacerte lujos maravillosos, donde uno
se deslumbra viviendo entre ellos?
– No, dijo Jeanne, él es pobre; como no hay alfombra en nuestra habitación, yo
caminaría a menudo descalza sobre el pavimento si él no me tomase enseguida en
sus brazos.
–¿Se ha batido por ti diez veces en un solo año?
–Ni una sola vez en tres años! Él sabe perfectamente que me moriría de miedo si
quizás le ocurriese algo malo.
–¿Te ha preferido a alguna rica y noble heredera?
–Él no va a fiestas donde vosotras bailáis, porque nos gusta más estar solos.
–¿Al menos te desea con ese furor que haría creer que la tormenta asola el
bosque?
Jeanne volvió a sonreír, sin responder.
Luego dijo con mucha serenidad:
– Sin embargo, estoy segura que su amor está por encima de todos los amores.
–¿Estás segura? ¿Y por qué?
–Porque al anochecer se arrodilla a mis pies y me toma las manos y las besa, y
me jura que de todas las mujeres de la tierra yo soy la más adorada. Sí, él
habla así, con una dulce voz, besándome las manos; y, puesto que le amo, le
creo.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |