LA REVANCHA
DE LAS TINIEBLAS
Sería absurdo
disimularlo por más tiempo: el oro de los cabellos se va extinguiendo poco a
poco, y, como inmediata antítesis de los tiempos en el que ninguna mujer era
morena, ha llegado la hora en la que ninguna mujer será rubia. Ya nos
encontramos en ese crepúsculo: cabellos castaños; pronto se hará la noche por
completo, la noche perfecta, la profunda noche cantada por Charles Baudelaire en
un poema vertiginosamente oscuro como un infierno de ébano atravesado por un
negro brillo de azabache, – la profunda y opaca noche, sobre la que no
prevalecerán, en vano iluminados en sus sombra, los rubís, esos pequeños Sirios,
los ópalos, esas lunas, las esmeraldas, esos luceros del alba, las gemas, esas
aldebaranes, ni los diamantes polares, ni la Vía Láctea de las deliciosas
perlas.
¡Y esas tinieblas serán tan o más sombrías como en la frente de las jóvenes
muchachas despunte un mediodía más ardiente, más rojo, más rutilante!
El exceso en todo, – defecto que tal vez que se da solo en el hombre – es la
invencible ley de la feminidad. Santas o desenfrenadas amantes, ¡oh cielo! ¡qué
alejadas están las mujeres de adoptar un término medio! De modo que, debo
confesarlo, me invadió el pánico viendo a nuestras amigas, juzgando anticuadas
las melancólicas palideces de sus rostros de antes donde languidecían lises
desfallecientes, atreverse a ir a Bodinier o a Lamoureux de compras, o al té de
las seis (a la hora cambiada), y a los bailes, y a los estrenos teatrales, con
caras de congoleñas, horadadas de ojos blancos, o mejillas de hotentotes,
semejantes a otras mejillas, pero del color de regaliz muy encerado.
¡Qué los dioses guarden nuestras miradas y nuestros besos de ese negro
esplendor! Hasta el momento, – gracias a la clemencia de Eros que se ha ocupado
de nuestras delicias, – el oscurecimiento no afectó más que a los cabellos. Pero
de de un modo incuestionable. ¿Dónde estáis, rizos de oro leonado, o de oro casi
rojo, en tembloroso contacto con la frente que apenas se veía, sol cambiante
torneado con pequeño hierro? ¿Dónde estáis, azafrán de las nucas y los cortos
cabellos cerca de la oreja? ¿Dónde estáis, misteriosos musgos, color de otoño,
entre blancuras de nieve, color de primaverales espinos blancos? ¿Dónde están
los rayos de antaño? Según lo ordena, con una señal ligera como un plumón la
imperiosa frivolidad de la Moda, perifollo mágico de la cintura de Afrodita, las
cintas ya oscuras, mañana negras, planas o en relieve, triunfan sobre los
dorados que nos encantaron; y he podido contemplar la esperanza de mis besos en
lisas negruras.
Sin embargo, mi
querido Armand Silvestre1 , no sacaré a relucir esta vez la
única disputa que nos ha dividido. La posteridad no ignorará, – acordándose de
usted deberá también acordarse de mí, puesto que astutamente mi amistad es un
apéndice de vuestra gloria, – que indisolublemente unidos, bajo la lírica
maestra de nuestro divino Banville, en la veneración de la Belleza, de la
Alegría, y del Verso en quien están toda la alegría y toda la belleza, jamás
hemos estando en desacuerdo salvo en este punto: los cabellos femeninos. Usted
la quiere, a usted le gusta, usted la canta, sobre la blancura sublime de los
pechos y los riñones, semejante a una ondulante cascada de ébano; yo he hundido
las manos estremecidas de mi sueño en la longitud resplandeciente de trenzas
deshechas, o en el oro en fusión de rebeldes melenas. Si volviésemos a comenzar
el combate de antaño, vuestras triunfantes metáforas, bellas como la noche y la
nieve, marcharían contra las mías, completamente doradas de sol; y volveríais a
ganar una vez más, tal vez no por derecho propio sino a causa de vuestros más
magníficos guerreros. Es pues la prudencia – no menos que la inutilidad de una
lucha antaño emprendida – que me aconseja no renovar las hostilidades; y, puesto
que la nueva moda os da la razón, nada tengo que objetar a vuestra victoria, y
suspirando lo suscribo.
Pero si pongo de manifiesto aquí la venganza de las tinieblas sobre las auroras
y los mediodías brillantes de los cabellos es porque ayer escuché una frase que
me irritó. Alguien – un idiota, desde luego – decía: «Bueno; las mujeres se
teñían de rubio el año pasado; ahora se tiñen de negro; eso es todo.» ¡Oh!
¡Absurda idea! Y lamento tener que deciros, Caballero, que vos no entendéis nada
de esto. ¿Pensáis en realidad que las mujeres que no eran rubias, lo eran por el
deplorable arte de los productos químicos? Y ¿creéis que si son morenas ahora,
incluso aquellas que son rubias, es gracias a falsas y peligrosas mezclas? ¡Qué
error el vuestro! Sabed esto, señor: la mujer se convierte en lo que quiere ser
mediante su única voluntad, y si quisiera mostrar, como las Nereidas, cabellos
verdes,– capricho que tal vez tenga algún día – mostraría en efecto cabellos
verdes sin que ningún tinte hubiese contribuido a ello.
Veo bien lo que ha podido suponer un abuso sobre algunos espíritus
superficiales: tantos anuncios, tantos carteles donde una dama en camisa,
castaña de un lado, se volvía pelirroja del otro bajo la influencia de un peine
misterioso, y tantos perfumistas, y tantos peluqueros interesados en darse a
valer, han podido instigar a la idea de que las estrategia de las Aguas
colorantes o decolorantes servían para algo en el esplendor solar de los
cabellos; y es posible, sin duda, que algunas criaturas sin importancia, por
obnubilar la mirada de los abogados de provincias de vacaciones en los Folies-Bergères,
hayan recurrido a tan fáciles y viles recursos. Pero, sabedlo, la mujer, la
mujer de verdad, la que tiene conciencia del mágico poder que le fue concedido,
y sabe hacer uso de él, era rubia, no porque se tiñese sino simplemente – y
confieso que milagrosamente – porque quería serlo. Ella no se preocupaba
demasiado de los frascos de engañosas etiquetas ni de los cristales que se
deshacían en los ácidos; se volvía rubia con su único deseo de ser rubia, – del
mismo modo que ahora se vuelve morena por su deseo de ser morena. Se burla de
los inventos y las promesas de la publicidad, – pues no tiene necesidad de ser
ayudada en sus transformaciones y lleva en ella el permanente prodigio de ser
otra, cuando tal es lo que agrada al imperioso perifollo que vibra, tanto aquí
como allá, en la cintura de Afrodita.
Y, precisamente
el hecho de que su único deseo enarbole en la frente de nuestras amigas la
venganza de las tinieblas, redobla, exaltando con ello el triunfo de Armand
Silvestre, la humillación de mi derrota. ¡Pero que le vamos a hacer! Hay que
resignarse a lo que no se puede evitar. Peinaos de noche, ¡Oh, hermosas, según
vuestro poder! El daño no es tan grade como al principio me parecía. Pues bajo
el ébano o el oro de los cabellos, vuestros ojos son el mismo cielo, vuestras
bocas la misma rosa, y bajo las sombras del pabellón luminoso de vuestros
cabellos, ¡conoceremos el dulzor de vuestras fieles ternuras, o de vuestras
perfidias, también deliciosas!
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |