LA ROSA Y LA
APARICIÓN
Mientras su
madre, sentada al piano en el salón contiguo, ejecutaba una sonata de Beethoven,
la señorita Berthille dejó sobre el sillón su bebé japonés, – pues a los
dieciséis años, todavía jugaba con muñecas, – y me dijo:
–¡Ah! señor, pienso que no me atreveré nunca a contaros esa historia. Es
espantosa a más no poder; y no es conveniente del todo, puesto que se trata de
una historia de amor que no debería haber acontecido a una señorita como yo.
–Amiguita – respondí yo – estoy seguro que os equivocáis alarmándoos. Nada ha
podido ocurriros que no fuese puro y simple como vos misma, y un mal pensamiento
en vos sería tan extraordinario como una mancha de tinta sobre una flor de lis.
Contadme, contadme sin temor. ¡Exageráis las cosas! Las sensibles, comparadas
con vos, no son más que unas descaradas; si se hiciese de todas vuestras
aventuras una colección de versos o de relatos, sería el mejor libro,
encuadernado de satén blanco y plateado en los cantos, que se pudiese ofrecer a
los pequeños ángeles que se portaron bien, los días en los que se distribuyesen
los premios en el paraíso.
–¡Me temo que vos no vayáis a tener de mí una opinión demasiado buena! – dijo
ella.– En fin, esta es la historia tal y como aconteció. ¡Oh! es tan horrible
que jamás tuve el valor de contarla en confesión.
Mientras la señorita Berthille hablaba así, el sol entró por las ventanas,
iluminándola toda, jugando con sus cabellos alrededor de su frente de nieve
fina; tenía el aspecto de una rosa blanca que, siendo una santa, tuviese una
aureola dorada.
***
Comenzó:
–Hay que decir, señor, que en el convento pasan cosas que son absolutamente
censurables. Vos tal vez creéis que las internas ocupan todo su tiempo en leer
libros serios, estudiando sus lecciones, garabateando sus deberes con deditos
manchados de tinta como la flor de lis de la que hablabais. ¡Ah! ¡es un gran
error, os lo aseguro! Las muy bribonas tienen otras inquietudes; no os podríais
hacer una idea de las cosas que se dicen en voz baja, dos a dos bajo los
castaños del gran patio. Hay quiénes hablan de hombres que han visto en las
pasadas vacaciones, ¡que eran guapos y que tenían bigote! Otras no temen
confesar que han pensado más de una vez en el día de su boda. ¿No es abominable?
Y sobre muchos de estos asuntos son muy sabias. Fijaos, me acuerdo de una frase
que os va a hacer estremecer. Una vez que yo había encontrado en una mata de
siringas un nido de currucas grises, todavía sin plumón, muy pequeñas, muy
piadoras, pregunté a mi amiga Emmeline como habían nacido esos pajarillos, y
ella me respondió: «El padre y la madre han gorjeado juntos sobre la misma rama
florida!»
–¡Oh!, –exclamé yo con espanto.
–¡Ya sabía que os estremeceríais!
–Pero vos, al menos, amiguita, evitaríais tener esos extraños pensamientos; y
seríais la admiración de las buenas hermanas por vuestra reserva y celo
estudioso.
–Sí – dijo la señorita Berthille, – creo haber sido digna de elogio bastante
tiempo, – ¡hasta el día en el que ocurrió la aventura cuyo relato me exigís!
Cierto día, después de la merienda, me paseaba sola por el jardín a lo largo del
muro por donde trepan los rosales. No pensaba en nada malo, ¡oh!, os ruego que
lo creáis, cuando de repente oí la más deliciosa música que sea posible imaginar
procedente del camino.
–¡Cómo! ¿os daban una serenata?
–No he dicho que esa música fuese de un mandolín o una guitarra. No, lo que
cantaba, o más bien lo que hablaba, pero con una melodía de canto, era una voz
de una ternura infinita, y reconocí enseguida, de lo dulce que era, que no se
trataba de una voz de mujer ni de anciana.
–¡Ay!
–Ese hombre joven, invisible, al otro lado del muro, decía: «Oh, mi bien amada,
vos sois todo lo que me es más querido en este mundo; ¡A dónde vos no acudís no
hay flores, ni prados verdes, ni pájaros ni claridad! ¿No tendréis piedad algún
día del gran amor que yo os profeso? Por desgracia solo de vos depende mi dicha
o mi desesperación, ¡y no dejaré de morir si no me dais la pequeña rosa que
tenéis en vuestra blusa!»
–Ese enamorado, sin duda, hablaba a su novia en el camino.
La Señorita Berthille mi miró con una gran cólera.
–¡Qué idea la vuestra!– exclamó – ¿De qué novia me habláis? Era a mí, a mí sola
a quién hablaba.
–¡Cómo! ¿sin haberos visto nunca?
–¡No es indispensable haber visto a una joven para prendarse de ella más allá de
toda expresión! Además, es posible que me hubiese visto subido en algún árbol,
mientras yo jugaba sobre el césped con mis compañeras.
–En efecto, no había pensado en eso.
–Y la prueba de que él se dirigía a mí, es que me pedía una rosa: ¡yo tenía una
precisamente en mi blusa!
–Eso es completamente decisivo. No hay nada que objetar a esa prueba. Os pido
perdón por haber supuesto un solo instante que el joven podía tener una amiga en
el camino. Y sin duda – yo preveo la culpa de la que os arrepentís aún, –
vuestro corazón se conmovió con esos tiernos ruego hasta el punto de que vos
arrojasteis por encima del muro...
–¿La flor que él deseaba? No, señor, yo conozco demasiado bien mis deberes para
abandonarme a tal debilidad. Aunque él estuviese decidido a morir (¡lo había
dicho!) en caso de que yo rechazase el objeto de sus deseos, huí de allí,
temblorosa, confusa, no queriendo escuchar más.
–¿Esa es toda vuestra aventura? ¡Ah! todo me lleva a creer que os será
perdonada.
–Por desgracia no he acabado, y vos no podríais creer hasta que extrema
culpabilidad me he dejado llevar a continuación.
Como ella decía esas palabras, el sol se desvaneció, dejando la habitación gris:
los cabellos de la señorita Berthille ya no eran tan rubios; y vi, no sin
inquietud, apagarse el ligero nimbo de oro.
***
Ella continuó:
–Pasados algunos días, se produjo en el convento tal confusión que las novicias
corrían por los senderos y por los pasillos, asustadas, levantando los brazos al
cielo, ¡las internas no se hablaban ya entre ellas en voz baja bajo los castaños
del patio! En el refectorio ya no se comía y en el dormitorio ya no se dormía.
Lo que ocurría era tan extraordinario, tan espantoso, que una vieja monja que
desde hacía diez años –¡todo el mundo lo sabía!– no había pronunciado palabra,
exclamó: «¡Dios nos proteja!»
–¡Eh! ¿qué ocurrió?
–¡Un fantasma se aparecía todas las noches mostrándose en el claustro! Las
celdas, las salas, los pasillos estaban frecuentados por un aparecido vestido
con un sudario blanco, dos brasas en lugar de ojos, y que al pasar hacía
chirriar unas cadenas. Deciros hasta que punto se tenía miedo es algo que me
sería imposible. Teníamos una maestra de dibujo, inglesa, que tenía unos bonitos
cabellos rubios; ¡una mañana estaban completamente blancos! Emmeline argumentaba
que la inglesa había olvidado teñirse; pero la opinión general fue que se había
encontrado con el espectro, y que, de terror, ¡su cabellera había encanecido!
Finalmente todo el mundo vivía en una ansiedad de la que ninguna palabra podría
dar una idea; y la mismísima Superiora, a quién se había informado del suceso,
se mostró muy atormentada.
–Sin duda – dije yo – alguna interna bromista había imaginado, para asustar a
sus compañeras, pasearse por la noche en el convento vestida con una sábana, con
dos velas bajo un gran velo.
Por segunda vez, la señorita Berthille me consideró con un aire de irritación.
–Hay que reconocer, señor, – dijo ella – que tenéis las ideas más
extravagantes.¿Una interna? ¿una sábana? ¿un gran velo? ¿unas velas? ¿Pero vos
no recordáis lo que me había sucedido? ¿No recordáis ya que el joven del otro
lado del muro había dicho que moriría si yo no le daba la rosa de mi blusa? ¿Es
que vos no moriríais por el amor de una flor si os lo hubiesen prometido?
–¡Por supuesto!– exclamé yo con un tono de solemne juramento.
–Pues bien, lo que vos habríais hecho, ¡él lo había hecho! ¡había muerto de
pena! y ahora era su alma en pena la que regresaba al claustro.
–Vos tenéis razón. Es evidente que era su alma en pena. Yo también, en su lugar,
habría vuelto.
–La prenda de amor que en vida había solicitado, aún la reclamaba tras su
muerte; y estuve convencida de que él no tendría reposo hasta que su deseo no
fuese satisfecho.
–¿Habíais conservado la rosa?
–Sí, entre dos páginas de un misal. Decidí dársela. Una noche, después de que
las lámparas se apagasen (esa noche, precisamente la superiora había declarado
que todas la internas serían castigadas si el fantasma no dejaba de hacerse ver,
pues tenía equivocadamente la misma sospecha que vos), una noche, yo dejaba caer
la rosa sobre las losas del pasillo, y al día siguiente ya no estaba allí, – ¡y
nunca más el fantasma volvió a aparecer en el claustro! ¡Oh! yo me acuso. ¡Oh!
mi culpa fue muy grande. Ceder al ruego de un joven, incluso difunto, es algo de
lo que no podría arrepentirme lo suficiente. Pero pienso que me será tenida en
cuenta mi buena intención, y, ¡al fin y al cabo no podía dejar sufrir
eternamente a aquél que había muerto por mi y que pedía tan poca cosa!»
***
Después de eso,
la señorita Berthille, con un gran suspiro, retornó a su bebé japonés. No traté
de atormentar sus ilusiones, de hacerle observar que tal vez hubiese una o dos
situaciones inverosímiles en su amable relato. Siempre es agradable para una
mujer, incluso para una joven señorita que todavía juega con muñecas, que
alguien haya expirado de amor por ella, y, difunto, no haya dejado de amarla. Y
además, ¿quién sabe si ella no tenía razón, y si yo no estaba equivocado? ¡Tal
vez el joven que hablaba al otro lado del muro esté dormido en el cementerio con
una rosa marchita en sus labios muertos!
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |