LA SERPIENTE
DIOS
Cómo se le daba
caza en las diversas regiones de Europa porque, recitando sonetos y baladas,
volvía locas de amor a todas las princesas y archiduquesas – lo que no dejaba de
desbaratar acuerdos diplomáticos contrariando alianzas reales, – ese niño cantor
de tiernos poemas viajó no sin placer a la fabulosa África; aunque echó de menos
a las hijas de reyes, acodadas en los balcones de los palacios, se consideró muy
dichoso de no volver a ver los soles pálidos que se apagan casi al mirar la
monotonía de las gentes y las cosas, ni a las estrellas ahumadas por negras
locomotoras; y, no más tarde que anteayer, habiendo dejado a la barca seguir la
perezosa corriente del río, él se paseaba a orillas del Nilo en compañía de una
joven esfinge muy sabia, pero juguetona y melindrosa como un animal de compañía;
esfinge antaño de granito rosa que le reveló muchos viejos secretos, muchas
historias antiguas en las ardientes tardes, cuando se detenían cerca de un pozo
a la sombra de alguna palmera.
Paseándose, el niño cantor combinaba en su pensamiento las aventuras de alguna
gloriosa epopeya o ajustaba,– no lejos de las pirámides–, las nuevas rimas de un
rondel, cuando el más maravilloso de los espectáculos le arrancó un grito de
admiración. Allí, ante él, se levantaban deslumbrantes y dispersas, semejantes
un tumultuoso golfo de sangre rosa y oro bruscamente inmovilizado en plena
tempestad, las ruinas de un gigantesco palacio de granito suntuosamente
brillando al sol, y entre los obeliscos caídos esculpidos de signos, entre los
resplandecientes fragmentos de muros incrustados de pedrerías semejantes a
hermosos ojos de monstruos o dioses prisioneros en la piedra, en torno a una
especie de trono o altar que parecía tallado en un solo bloque de oro, se
movían, reptaban, levantaban y bajaban la cabeza desenrollando sus nudos en una
deslizante confusión de llamas vivas, innumerables serpientes, las más hermosas
de la tierra: había allí boas, crótalos, dragones coralinos y pitones, largas
culebras brillantes como cintas de seda y finos luciones gris perla y de rojos
penachos; y todos esos magníficos reptiles, donde se incendiaba el día,
parecían, en sus lentos movimientos y mediante saludos, glorificar el trono de
oro deslumbrante y solitario.
–¡Oh! –exclamó el cantor de poemas,–¿por qué todas las serpientes-reinas, las
más soberbias y las más temibles del mundo, están reunidas en este lugar, y se
humillan alrededor de este bloque de oro macizo? ¿Quién es el inmortal al que
adoran? Sin embargo yo no veo ídolo alguno sobre el altar liso y vacío.
La pequeña esfinge dijo con una risa:
–Es que miras mal.
–¡Ah!, sí, – dijo el niño poeta,– creo percibir, en efecto, sobre el oro, una
pequeñísima forma alargada gris, fea, donde brillan dos ojos finos. Pero,
seguramente, no es ese enclenque reptil, feo como los lagartos de las paredes,
semejante a un cordelillo sucio, al que saludan todas esas espléndidas
serpientes, más bien dioses que animales, ese no es ante el que ellas inclinan
su majestuoso y formidable esplendor, deslumbramiento y fascinación de la
mirada.
Pero la esfinge dijo:
–¡Recuerda! En esta tierra hoy desierta, fue donde se mataron ejércitos, fue
cerca de este río donde se desliza alguna lenta barca, cuando se encontraron los
dos navíos igualmente luminosos porque el sol lanzaba sus rayos sobre uno y
porque la Reina, en la proa del otro, estaba acostada casi desnuda; fue en ese
palacio, ruina conservando aún las fuerzas y las glorias de antaño, donde ella
vivió y triunfó, la radiante dominadora de cuerpo dorado, la vencedora de los
vencedores, la que, desde la suela de su calzado encantaba la nuca de los
emperadores arrodillados, y que, mostrándoles de un lado el mundo y del otro su
cama, les decía riendo: «Elegid» segura de su elección; fue aquí donde ella amó,
fue aquí donde fue amada por los dueños de la tierra y por las almas de los
esclavos negros, la peligrosa, la deliciosa, la terrible, la dulce, la que no
tenía más que abrir su vestido, donde vivía la diosa más perfecta que las
diosas, para ser digna de todas las hazañas y absuelta de todos los crímenes.
Ahora bien, un día lloró porque él bárbaro romano había vencido; se cansó de
vivir; y de entre las hojas de una cesta de higos...
–Sí, – dijo el joven cantor, – el áspid traidor salió de entre las hojas...
¡Y mordió el seno de Cleopatra! el adorable seno semejante a un pequeño escudo
con un rubí en la punta. Luego se escapó mientras ella moría, a partir de
entonces inmortal por haber tocado la incomparable carne de la reina. Los siglos
han pasado en vano, con su infinito cortejo de mañanas y noches, y el áspid vive
y todavía triunfa sobre las ruinas del palacio, y, sin cesar, desde todos los
rincones del mundo, atravesando mares, subiendo y bajando montañas, reptan hasta
él, inmóvil y soñador sobre el altar, todos los gloriosos reptiles-reyes, y,
humillan su resplandeciente orgullo adorando al humilde, al raquítico y al feo
que un niño aplastaría con el talón, porque poniendo su boca donde se extasiaron
los labios de los héroes, ¡mordió el pecho de rojas puntas de la reina con piel
de oro!
Traducción de
José M. Ramos
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