EL TALISMÁN

Dentro de unos días se celebraría una subasta.
En primer lugar debo decir que la ciudad donde la puja tendría lugar difería sensiblemente, – desde el punto de vista de las costumbre y ocupaciones ordinarias de sus habitantes, – de la mayoría de las ciudades donde viven nuestros contemporáneos y contemporáneas; pues allí no se preocupaban más que de una sola cosa: el amor.
Las preocupaciones por los negocios, la industria, la ambición de ser célebre o enriquecerse mediante el talento o el trabajo, en ningún caso turbaban los espíritus ni los corazones; el único deseo por el que se hubiese muerto era el de la embriaguez, ¡nunca abandonada y siempre renovada, de los besos!
Me preguntaréis con asombro: «¡Cómo! ¿ni una panadería?» No, lectoras curiosas, ni siquiera había panaderos; la miel de las colmenas con la pulpa de las frutas, es un alimento que nada tiene de despreciable; aquellos que no eran ricos hasta el punto de poseer un vergel donde abundaban las abejas, se conformaban, para recuperarse de las dulces fatigas, con el olor de los ramilletes blancos y perfumados de las violetas de los bosques. ¿Pero quién había construido las casas? allí no había casas; en realidad esa ciudad se parecía a un bosque semejante al de la Ardenas, con chozas naturales hechas de siringas y limoneros en flor; la plaza mayor donde se reunían para tomar el fresco por las tardes era un claro de verdor soleado de púrpura y oro por la melancólica pompa del sol poniente. ¡Habríais escuchado con placer los palabras que se decían en grupos en el crepúsculo del bosque! Todos reconocían que Fidelina se había quedado dormida bajo los abedules vecinos, – los abedules, ¡esas camisas plateadas que se sacuden! – en el mismo instante en el que pasaba aquél que la deseaba desde hacía cuatro horas al menos; se censuraba, con justos reproches, a las jóvenes señoritas, Agnès, Hipolytas, Silvaniras, acusándolas de haberse negado a rozar con la uña rosa de su dedo meñique unos labios tiernamente solícitos; y una vez, ese foro encantador, democrático patio de amor, exilió lleno de ira y con abucheos, – ¡pues la justicia, a menudo, debe tener esos transportes de cólera!– a una joven mujer casada recientemente, por no haber cumplido más que siete u ocho veces en una larga semana el deber sagrado del adulterio. Las personas que abogaban por ella porque tenía bajo el brazo e exquisita fragancia de flores marchitas, consejera de indulgencia, objetaron en vano que si no había cumplido suficientemente su deber, al menos tenía la excusa de no haber entregado a un solo amante, sino a siete u ocho, las delicias de las que se alegaba no haber mostrado con demasiada diligencia. Todo eso no hizo más que exculparla! Que hubiese sido el motivo de la felicidad de un solo enamorado, ¡por supuesto! ¡faltaría más! Y se exilió a esa mujer justamente.
Tal era pues esta extraordinaria ciudad de hojas y flores, ¡de amor, de amor y de amor! Y ahora imaginad la emoción que se produjo en los corros de gente y en las conversaciones, cuando unos carteles anunciaron que un hada obligada a causa de una mudanza a vender su fondo de magias y de encantamientos, pondría a subasta, tal día y tal hora, un talismán cuyo feliz adquisidor – adquisidor, pues las mujeres no serían admitidas en la subasta – ¡no conocería nunca el hastío y la decepción del beso!

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¡Cómo! ¡amar por siempre! ¡sentirse a todo minuto capaz de amar y probar que se es capaz de despreciar las adormecedoras fatigas de los lechos conyugales! ser un hombre que siempre es hombre y alcanzar la divinidad por la ininterrupción de la virilidad, hasta la ser sin tregua violento, rudo, soberbio; atreverse a decir pensando en Hércules, que, no obstante con Ónfalo hizo bien las cosas: «¡Ese no era más que un semidiós!». En una palabra, ¡convertirse en una realización igual al eterno deseo de la mujer! eso es lo que se ofrecía, lo que ponía a subasta el hada obligada a vender sus fondos mágicos y hechizos a causa de una mudanza.

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Los jóvenes de ese país, – incluso los más especiales, incluso aquellos a los que ninguna tierna persona, por exigente que fuese, no tenía que quejarse al día siguiente – corrieron, llegado el día, hacia la sala donde se celebraría la subasta del más milagroso de los talismanes. Era un gentío hermoso de ver. Allí había, entre la multitud, unos adolescentes imberbes, – ¡Ah, lectoras, no los despreciéis! – y muchos otros núbiles, dignos de ser considerados puesto que una barba ya adornaba su cara viril; y parecían dispuestos a todos los combates, a todos los amores. Sin embargo, tan grande como fuese su valor personal, tantas veces demostrado y siempre victorioso – muy humilde, yo me mantenía apartado –se sentían devorados por el deseo de adquirir el talismán, el prodigioso talismán en el que residía la certeza de ver la sonrisa de la amiga agradecida veinte veces consecutivas; y, para intentar ganar la subasta, habían traído sus más ricos tesoros, no sumas en carteras o cofres llenos de pedrerías, no las más magníficas flores de la ciudad-bosque, en ramos perfumando el aire, sino, sobre hojas que se disponían a leer, unos sonetos, los mejores que habían podido componer; pues, dado que eran amantes, eran poetas; esperaban el comienzo de la subasta.
Ahora bien, el hada, muy parisina ella (ocurre lo mismo en el bosque de Brocéliande), estaba de pie, con traje de viaje, rayas negras y blancas según la moda, detrás de la mesa, manteniendo en su mano izquierda, cerrada, el talismán que ofrecía y que ocultaba a los codiciosos, levantando en su mano derecha el martillo del comisario de la puja, y decía, no sin énfasis: «¡Vamos! ¡vamos! ¡apresuraos los que queráis conocer la inextinguible renovación del deseo, los que queráis convertiros en iguales de los más persistentes deseos de las mas insaciables enamoradas! ¡Recitad, recitad vuestros versos, y el más perfecto de los poetas obtendrá el más preciso de los talismanes!» Entonces, todos los que allí estaban recitaron sus sonetos, y el soneto que yo leí – saliendo de repente de la multitud– fue el más hermoso de todos, naturalmente, puesto que éste transcurría en el país que creó mi fantasía para la satisfacción de mis sueños y la apoteosis de mi orgullo.

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El hada me dijo:
–¿Eres tú el vencedor? Gracias al talismán que has conquistado y que voy a entregarte, no tienes que temer a ningún rival: tú eres el maravilloso amante al que dirán gracias todas las Mesalinas y todas las Agnés también, esas jóvenes muchachas peores que las emperatrices. Sí, porque tus versos, bien rimados, la cadencia en la sexta estrofa bien destacada, y muy opulentas rimas sonoras, me han parecido y son, en efecto, más perfectos que los versos de tus competidores, toma, lleva y guarda el don sublime que envidiaron los más frenéticos amantes. Vete, pasa, marcha, atrévete, tú eres a partir de ahora irresistible e incomparable: jamás verás sobre labios apenas bajados, destacarse esa pálida sonrisa: «¡Cómo! ¿no era más que eso?» ¡sino la gratitud de mil bocas desfallecidas que confirmarán la virilidad triunfante de tus infatigables caricias!

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Pero, ¿qué era ese talismán?
El hada, abriendo su mano izquierda, me mostró una cinta rosada, donde dos perlas destacaban en las esquinas de una hebilla.
–Te bastará tocar esa cinta, dijo ella, para recuperar el vigor, por muy cansado que estés, de Teseo que, en un solo día, violó a catorce amazonas.
–Señora hada –dije yo – exageráis.
Sin embargo, yo sonreía porque en el talismán había reconocido una de las ligas de Coelia; y, desde hacía tiempo, sin recitar ningún soneto, yo había merecido el otro.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes