TIEMPO DE DETENERSE
¡Oh! con
cuantos líricos poemas, tan rítmicos y bien rimados, él daba las gracias a las
divinidades instigadoras y protectoras de los amores humanos, – a Venus, con los
ojos violeta bajo el oro rojo de su caballera, al mayor de los Eros cuyo arco es
de hierro y a los Eros menores, sus hermanos, que tensan arcos de plata, – desde
la sagrada noche en la que la única a la que él amaba decidió cejar en sus
reservas y le había permitido ¡respirar en su boca la rosa que ella tenía tan
rosada, y morder en la punta de su seno la fresa que ella tenía tan roja! Y
tenía muy buenas razones para alabar a los dioses, pues ningún mortal era tan
afortunado como este amante llamado Valentín. Tendríais que haber buscado
durante mucho tiempo en todas las alcobas del mundo antes de encontrar a una
joven comparable a aquella que por el amor de él, había abandonado su actitud de
repulsa. Era cierto que casi era morena la larga cascada de sus cabellos que
formaban como una camisa oscura; ¡pero con cuantos deliciosos encantos
compensaba esta única imperfección! Sus pupilas, bajo la estriada sombra de las
pestañas, imitaban el moribundo estallido de los bruñidos topacios; su frente,
más lisa que los lis, se podría haber tomado por una estrecha banda de nieve;
sus narices, carnosas y diáfanas, palpitaban como pequeñas alas de carne; sus
labios tan frescos como la sangre de las recientes heridas estallan furiosamente
escarlatas. La visión de sus hombros desnudos era un deslumbramiento de leche
expuesta al sol; su firmes pechos, cuyas puntas se encabritaban, desafiaban los
más blancos y más puros alabastros; y la gruesa redondez de sus brazos ponía en
el cuello del amante el collar de una lenta y dulce culebra. Respecto a sus
bellezas más misteriosas, no quiero decir nada, estando éstas no menos que
ninguna otra sometidas a las austeras leyes del pudor; me limitaré a envidiarte,
¡oh, lámpara nocturna de la habitación de Valentín!, a ti que has visto tantas
veces, bajo la sábana levantada y apenas retenida por la uña rosa del dedo gordo
del pie, resplandecer gloriosamente a esa joven mujer en su total blancura
semejante a un campo de nieve donde se encuentra oscuramente aislada una breve
mata de musgo negro y dorado que los copos no han cubierto.
Sin embrago faltaba algo para la completa dicha de Valentín; ¿Qué era? La
certeza de que ningún otro la compartiría. Lamentablemente no estaba tranquilo;
era de un espíritu repleto de dudas que se esforzada por creer en la eterna
constancia de su amiga, pero estaba obligado a confesarse a sí mismo que ella
tenía mucha menos virtud que belleza; a veces miraba a los hombres con ojos que
eran motivo de inquietud para el amante tan prendado; él no ignoraba que,
llegados los postres de las cenas o hacia el fin de los cotillones, ella era
irritantemente proclive a llevar hasta sus límites más extremos las
familiaridades de los coqueteos, inclinando bajo la mirada del vecino de mesa el
bostezo de la blusa, o bien, casi desfalleciente, olvidando en la mano de su
pareja de baile una mano húmeda, cuyos dedos lentamente se aprietan; y Valentin
se preguntaba con legítimo espanto – conociendo a la querida joven tan poco
capaz de resistir el acoso de los dulces placeres – lo que ocurriría si se
encontrase sola en su salón, a la hora del crepúsculo, consejero de las audacias
y los abandonos, con algún enamorado prendado de su persona y que no fuese
famoso en el mundo por la ociosidad de sus manos ni por la pereza de sus labios.
De modo que, para tener el espíritu tranquilo, él decidió exigirle un gran
juramento.
– Yo sé, – dijo -¡oh, la más bella de las amadas!, que en la práctica de los
excesivos galanteos, encontráis un placer al que no queréis a ningún precio
renunciar. No os pido pues, incorregible coqueta, mostrar a partir de ahora la
más fría reserva y unas continencias que os serían completamente imposibles de
llevar a cabo. Pero, al menos juradme ¡que os detendréis siempre sobre la
pendiente de la suprema concesión! Juradme, os lo suplico, que, en el momento en
el que, perdida y a punto de entregaros por completo al impulso del deseo,
sentiréis vuestro corazón subir a los labios bajo un beso definitivo, sí,
juradme que, en ese momento – por muy demasiado tarde que parezca, – ¡os
detendréis!
Todo hace pensar que la joven mujer no vaciló en absoluto en hacer tal promesa.
Y ¿por qué hubiese dudado en hacerla? ¿Acaso no amaba a Valentín tanto como ella
era amada? Desde luego que si ocurría, por tan seductoras que fuesen las
atracciones de la tentación, ella haría un alto en el camino de la extrema
delicia; y tomó por testigos del juramento, no a la luna o a las estrellas según
la costumbre de las amante elegíacas, – por añadidura no había en ese momento ni
estrellas ni luna puesto que se encontraban en su tierno lecho de amor, – sino a
las cortinas de encajes de la alcoba, nubes bajo el cielo de la cama, y la gran
piel de oso negro en la que más de una vez ella se había tumbado, y el reloj de
péndulo de porcelana de Saxe, tan pequeño y tan bonito, donde unas tórtolas se
picoteaban y que tan a menudo les había dado unas horas de exquisita embriaguez.
Entonces Valentín, a causa de este juramento, se sintió completamente tranquilo
y triunfalmente exultante. No solamente poseía, tan bella como las diosas, a la
más ardiente de las mundanas, sino que ninguna amante, aquí abajo, no sería tan
fiel como la suya. ¡Ah! ¡ah! ¡ah! ya podían merodear alrededor de ella los
jóvenes prendados de su gracia, y enviarle flores, y enviarle versos y
ofrecerle, en cofres de oro cincelado, collares de perlas que envidiarían el
cuello de una reina, y esos brazaletes de rubís y zafiros, sueños luminosos de
las cortesanas; podían incluso, en transportes sinceros o bien fingidos,
arrojarse a sus pies, y quererla abrazar, y, con la cabeza levantada, acercar
hasta su boca el impetuoso aliento de su codicia, – todo eso sería en vano. Sí,
tal vez, obtuviesen algún menudillo favor, como estrechar una mano que se
defiende mal, o morder de un bocado repentino los pequeños cabellos cerca de la
oreja, o aún, –Valentín se resignaba a eso, – mantener, un minuto cautivo bajo
sus dedos abiertos una de sus dos palomas que baten las alas en el nido de su
blusa; tal vez, incluso, uno de ellos, más temerario que los demás, no habría
sido rechazado antes de haber conquistado de rodillas el inexpresable
encantamiento de un poco de piel, pálida como las rosas pálidas, entrevista bajo
el vestido entre el galimatías levantado de las batistas y de los encajes
semejantes a un agitado vuelo prisionero de mil mariposas blancas. ¡No importa!
¡ella había jurado detenerse a tiempo! Ella le sería fiel, un poco tarde tal
vez, pero de un modo imperturbable, puesto que lo había jurado; y Valentín, en
líricos poemas, muy rítmicos y bien rimados, ensalzaba la constancia de su amiga
y se lo agradecía a las divinidades protectoras de los amores humanos, a Venus
con los ojos violeta bajo el oro rojo de su caballera, al mayor de los Eros cuyo
arco es de hierro y a los Eros menores, sus hermanos, que tensan arcos de plata.
Aunque experimentó una sorpresa no menos grande que su desesperación, el día en
el que supo, sin ningún género de dudas, que la más bella y más amada de las
mujeres lo había engañado, – sí, lo que se llama engañado – por el amor del
Señor de Marciac.
Y corrió a casa de la traidora, y le prodigó los más furiosos reproches.
¿Cómo se había entregado completamente a otro? ¡Así, sin remordimientos, sin
recordar sus éxtasis infinitos, sin pensar que rompía el más bello de los lazos,
ni que destrozaba el más tierno de los corazones! ¡Ah! ¡ladrona! ¡ingrata!
¡pérfida! Había traicionado el juramento que había tenido por testigos a las
cortinas de la alcoba, a la piel de oso negro y al pequeño reloj de péndulo de
Saxe...
A decir verdad, la inconstante reaccionó primero sin replicar ante los
encolerizados improperios del amante ultrajado; pero, cuando éste le reprochó
haber faltado a la promesa jurada, ella levantó la cabeza, con orgullo, como una
persona a quién acusan injustamente.
–¡No, no, no diga eso! ¡No puede decir eso! Yo he mantenido mi palabra tan
fielmente como era posible.
–¿Eh? – exclamó el amante.
– Por desgracia,– siguió ella – es posible, es cierto, yo he sido, respecto al
Sr. de Marciac, mucho menos cruel de lo que debería haber sido. Si él proclama
que yo no le de denegado la ocasión de poderse comparar al menor desgraciado de
los humanos, desde luego no está mintiendo. Pero, no importa, señor, sabed que
yo me he mantenido sumisa a la ley que vos me habéis dictado; pues, en el
momento en el que, perdida y a punto de entregarme por completo al impulso del
deseo, sentí mi corazón que me subía a los labios bajo un beso definitivo, sí,
en ese momento, según vuestras instrucciones, ¡me detuve!
Valentín abría sus grandes ojos con mirada estúpida.
Ella continúo:
–Sí, detenida, no por mucho tiempo, pero me detuve al fin y al cabo. Hay que
creer – añadió con el más loco de los estallidos de risa – que una debe ser
siempre recompensada por una acción honesta, pues a esta meritoria detención,
debí un aumento de encantamiento tal, que me parece que no hubiese conocido si
hubiese faltado a mi juramento.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |