LOS TRES AMANTES DE VALENTIN

Caminaban juntos una mañana en el frescor del aire azul y rosa, bajo las ramas que flanqueaban los árboles de una estrecha avenida, oyendo los pequeños trinos de los madrugadores pájaros que saltando de hoja en hoja, dispersaban gotas de rocío.
Ella se inclinó hacia él, y, completamente abandonada, con los brazos caídos, el cuello doblado y los ojos casi cerrados, murmuró: «¡Stpehane!» con la languidez y la deliciosa ternura de la primera declaración.
Él hizo un gesto de desaprobación, pero consideró de buen tino no mostrar su descontento.
Un día, en el querido saloncito de cálidos bordados y satenes apagados, donde siempre planea y pesa un poco no se sabe que tibio perfume de flor, ella se encontraba tumbada sobre el diván dentro de la delicada transparencia de un camisón de encajes, – ¡parecía una bañista vestida de espuma! – y él, arrodillado, miraba subir y descender la redondez, un poco jadeante, del busto, o se extasiaba viendo florecer, fura de la zapatilla caída, la rosa de pitiminí de su talón desnudo.
Ella lo atrajo hacia sí, y, besándole en los cabellos, suspiró con voz desfalleciente: «¡Marcel!».
Él se mordió furiosamente el labio, pero tuvo la prudencia de no dejar traslucir su mal humor.
Una noche se adoraban. En la habitación cerrada, casi a oscuras, donde la lámpara mortecina se extinguía como una flor que muere de amor, el deseo transportaba todos los besos a sus labios y todos los abrazos a sus brazos.
Prendada, extasiada, ella exclamó: «¡Ah! ¡Georges!».
¡Esta vez, el dio un brinco y blasfemó como un carretero! No se llamaba ni Georges, ni Marcel, ni Stéphane, ¡pues se llamaba Valentín! Y, con voz iracunda, protestó a la impertinente criatura que desde luego elegía mal los momentos para confundirse de tal modo. ¿Había tenido tantos amantes que tenía una agenda por corazón? En cuanto a él, quería ser para su amante él mismo y no otro, pretendía que lo llamase como él se llamaba y no soportaría la humillación de tantos seudónimos; y, tras muchas otras palabras, llegó a la conclusión de que ella era una golfa mientras buscaba su sombrero.
Sentada al borde de la cama, y recogiendo en pesado trenzado todos sus cabellos desordenados, ella respondió tranquilamente:
– Sois un imbécil.
Y, lo que le decía, se lo demostró.
–¡He amado con ternura a Stéphane! Tiernamente y castamente. Entonces viviamos, él con diecises años y yo con quince, en el barrio de una gran ciudad en la que la casa de mi madre era vecina de la casa de su tío. ¿Habéis jugado a inocentes juegos siendo pequeño? Nada más exquisito, os lo aseguro. Con un grupo de niños sentados en círculo sobre el camino, jugábamos por la tarde, en la dulzura un poco misteriosa y turbadora del crepúsculo, mientras que las mamás gruñonas, charlaban entre ellas y tricotaban medias de lana en el umbral de sus puertas; nunca olvidaré un gran hangar siempre abierto, a donde íbamos, en pareja a jugar a las prendas detrás de las balas de paja allí amontonadas, entre los cabestros y las bridas de los arneses de la carreta colgados en las paredes. ¡Ah! no estoy segura de no haber dejado nunca tomar a Stéphane dos o tres besos más de los que el juego había dictaminado. Allí estábamos, mientras los trinos de las golondrinas se adormecían bajo los polvoriento huecos de las vigas, subiendo desde la ciudad lejana un incesante y lento rumor que rompía sobre el camino las risas de los chicos y las chicas; fue allí cuando convenimos, furtivos, y tan emocionados, una cita para el día siguiente temprano detrás de la alta haya que prolonga el dominio de los Ardoises, o, más allá, en la llanura, cerca de la fuente que se encuentra resguardada por los troncos altivos de tres finos olmos. Muy jóvenes, nos amamos al amanecer; el amor, más tarde, se oculta en la noche. Íbamos tomados de la mano, en el frescor del aire azul y rosa, bajo las ramas que flanqueaban los árboles de una estrecha avenida, oyendo los pequeños trinos de los madrugadores pájaros que saltando de hoja en hoja, dispersaban gotas de rocío.
Casi no nos hablábamos, no sabiendo expresar con nuestra alegría, pero comprendiéndola bien sin embargo. Luego hicimos mil puerilidades, tan ingenuos como éramos, que no me atrevo a contarlas. Yo aplaudía y me puse a bailar en la hierba como una loca, cuando, después de haberlo mirado mucho tiempo, había conseguido percibir mi imagen en sus ojos. ¡Un día llore de placer durante más de una hora! él había recogido en una trampilla un pequeño pardillo casi sin plumas caído del nido, había cogido una correhuela en un matorral del camino, y me ofreció el pájaro recién nacido en la fresca flor eclosionada.
Este relato no tenía nada que pudiese ser particularmente agradable a Valentín; se encogió de hombros, con aire impaciente. Pero ella dijo: «Escuchad», e, inclinada hacia los encajes de la almohada, con su pequeño puño bajo la mejilla, añadió, manteniendo su tranquilidad:
– Amé a Marcel todavía más, con una pasión franca y profunda. Tras el amor infantil, llegó el amor de verdad; la verdadera ternura de la mujer después del sueño de la chiquilla. Y Marcel, en efecto, era digno de esta ardiente y sincera relación. Pues no era solamente joven y guapo, –¡ah! ¡tan apuesto con esa mirada noble! – sino que era un alma altiva y un corazón audaz. Se conocían sus extrañas aventuras, soberbias como un noble romano, en Francia, y, fuera de Francia, en los países lejanos donde se había batido como un héroe por todos los oprimidos y por todos los miserables. Un orgullo de se ser suya me poseía por completo; y me mostraba también infinitos reconocimientos, cuando entraba, humilde y dulce, ¡él, que era tan terrible! en el querido saloncito de cálidos bordados y satenes apagados, arrodillándose ante mí, extasiado al besar, fuera de la zapatilla caída, la rosa de pitiminí de mi talón desnudo.
–¡Señora!– exclamó Valentín con los puños crispados.
–¡Eh!, escuchad todavía– dijo ella.
Tomo un cigarrillo en una copa de bronce japonés que se abría como un loto verde, lo encendió en la lámpara, y continuó entre una voluta de humo:
–En cuanto a Georges, no sé si lo amé. ¡Quizás lo haya odiado! Pero se apoderó de mi, violentamente, como una garra de águila toma un pichón. Y yo, aunque furiosa y rebelde, me tenía hechizada. Pronto mi pensamiento siguió río abajo la corriente del suyo. Domada, penetrada, absorbida, mi voluntad era su voluntad, soñaba su sueño; no tenía incluso necesidad de ordenar para ser obedecido; ¿para qué una palabra? ¿para qué una señal? Yo ya había hecho lo que él quería que hiciese. Por desgracia fue él quien me condujo y me dejó en la condenación definitiva e irremediable. Pues era fatal y adorable. Él era el vicio, el crimen tal vez, todo el mal en definitiva, pero el mal bello como una flor, gracioso como un pájaro, seductor como una mujer. Yo me encontraba en un infierno que era un paraíso. ¡Cuantas cosas aprendidas y frutas del árbol prohibido recogidas en ese execrable Edén! Sí, las amargas delicias, agudas como los sufrimientos, los goces malditos y las abominables borracheras de la Posesión, las conocí en la habitación cerrada, casi a oscuras, donde la lámpara mortecina se extinguía como una flor que muere de amor y el deseo transportaba todos los besos a sus labios y todos los abrazos a sus brazos.
–¡Basta! ¡basta, señora!– gritó furiosamente Valentín. ¿Os burláis de mi? ¿Qué significa todo esto? ¿A dónde pretendéis llegar? Decidme, hablad.
Ella le dedicó una bonita sonrisa.
–¿A dónde pretendo llegar? Es muy sencillo. ¿Vos me reprocháis haberos llamado, por turno, Stéphane, Marcel, Georges? ¡Ah! caballero, al contrario, deberíais estarme agradecido.
Ella continúo, ampliando su sonrisa:
–¡Cómo! ¿Vos que sois, a decir verdad, un personaje bastante vulgar, os enfadáis porque yo he tenido el capricho, y la clemencia, de encontrar en vos a los tres exquisitos y singulares seres que fueron mis tres amores? ¿Acaso vos tenéis las puerilidades sagradas, las ingenuas ternuras de la adolescencia enamorada que, para complacer a la amada, hace ramos de flores en los campos, todavía mojadas por el rocío como una boca después del beso, y que proporciona a los pequeños pajarillos unos correhuelas por nidos? Desde luego que no; y, sin embargo, os he llamado Stéphane. ¿Habéis batallado en alguna noble guerra por los vencidos y los débiles? ¿donde están vuestras gloriosas heridas? ¿Acaso cuando pasáis a su lado, las mujeres turbadas dicen: Este es un héroe? Ni por asomo; y sin embargo os he llamado Marcel. ¿Sois tal vez el diablo? ¿sois un monstruo peligroso y seductor, que pierde y hechiza a las almas? ¿Conocéis el camino de los paradisíacos infiernos? ¡Ah! caballero, en absoluto, os lo aseguro, aunque os haya llamado Georges. ¡Vos ganáis pues infinitamente no siendo vos mismo! Pero no solamente debierais estar orgulloso de mis pequeñas inocentes confusiones que os trastornan; deberíais estar feliz. ¿No lo entendéis? ¡Que poca sutileza hay en vuestro corazón y en vuestro espíritu! ¿No sabéis que las mujeres cambian de forma de ser cambiando de amor, que se con vierten en otras con otros amantes? Tanto pero para vos si no habéis tenido el instinto de daros cuenta: pero, creedme, todas las primeras castidades brotaban en mi mientras caminaba en la avenida al amanecer, apoyada sobre vuestro hombro, – y sobre el de Stéphane; me sentía con el corazón lleno de una franca y profunda pasión el día en el que os habíais arrodillado, como Marcel, en el saloncito de satén y bordados; y, esta noche, ¡entrasteis en la habitación cerrada, – vos o George erais todo uno,– con una persona tan perfectamente endiablada como no es posible hallar otra! En realidad, caballero, os lo digo, deberíais agradecerme esos tres recuerdos, porque ellos os convierten en tres amantes.

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes