LOS TRES BORRACHOS

I

Un día, tres hermanos caminaban juntos por el mismo camino, tres jóvenes desgraciados a más no poder; pues eran los hijos del rey de Mataquin, vencido, destronado, asesinado un año antes por un monarca de los alrededores; si ya resulta espantoso para los hijos de los miserables errar sin cobijo desde el amanecer hasta la noche, y dormir en las noches frías con una piedra por almohada, bajo la techumbre de alguna granja, más cruel resultaba aún a los delicados señores que tenían por costumbre vivir en un palacio de mármol, provisto de suntuosos muebles, y de desperezarse cada mañana, hasta la hora del chocolate, en mullidos colchones de lumas, bajos cortina de satén dorado y terciopelos rojos.
–¡Esto es demasiado! – exclamó el hermano mayor dando una patada en el suelo – no podré soportar una vida así.
–¡Ni yo! – dijo el siguiente.
El más joven no dijo nada; era un muchacho silenciosos que, sin jamás quejarse, mantenía la miraba baja, durante el día hacia las pequeñas flores de los barrancos y la levantaba por la noche hacia las pequeñas estrellas en la oscuridad; incluso cuando era príncipe, no hablaba demasiado, pasando horas paseándose bajo lo árboles del parque, pensando en no se sabe qué, oyendo a los ruiseñores; y, algunas veces, extraía de su bolsillo una pequeña flauta de cristal, con la que imitaba el canto de los pájaros. Pero los despreciables que saquearon el palacio del rey se llevaron o destrozaron la flauta. Él la echaba de menos. Rubio, frágil, con el rostro pálido de una blancura un poco azulada, se parecía a una pequeña muchacha enfermiza que estaría convaleciente.
–Cómo me acuerdo – dijo el mayor – de cuando poseíamos toda la gloria y todas las riquezas…
–Cómo me acuerdo – dijo el siguiente – de las resplandecientes fiestas en las que las princesas bailaban la pavana con los hombros desnudos y su pie, calzado de oro, visible bajo el dobladillo de la falda de brocados…
–¡La desesperación aflige mi corazón y lo desgarra!
–¡Ardientes lágrimas me devoran los ojos!
–Felizmente, he imaginado un medio de olvidar nuestras felicidades de antaño y nuestros infortunios presentes.
–¡Oh! ¿Qué medio? habla aprisa.
–¿No sabes que todos lo recuerdos, lo más dulces como los más amargos, se ahogan en el olvido de la embriaguez? Cuantas veces he envidiado a los borrachos que tropiezan contra los muros de los pueblos! Imitémoslos, hermano. Sígueme hacia esa taberna de donde salen ruidos de cristales entrechocando.
–¡Eh! no tenemos dinero para pagar nuestras consumiciones.
–He encontrado dos perlas en el forro de mi traje. Toma esta, yo guardo la otra. Nos darán algunas jarras de vino a cambio.
–De acuerdo, te sigo. Pero no quiero emborracharme solamente con los labios en los vasos; las sirvientes de la taberna tal vez sean bonitas; beberé el olvido en la boca de las mujeres.
Y ambos se fueron sin preocuparse del muchacho silencioso que continuó caminando por el camino desierto. Tanto como duró el día, él miró las florecillas de los barrancos. ¿En qué pensaba? En la flauta rota. Y, desde que se hizo la noche, levantó la frente para ver salir las estrellas.

II

Sucedió que cada una de las dos perlas tenía un gran valor; un mercader judío, sentado en una mesa de la taberna, las tasó, las compró y las pagó caras.
Entonces, con los bolsillos llenos de monedas, el mayor no se limitó a beber el vino ordinario con el que se conforman los campesinos sin delicadeza. Fue a las ciudades y se emborrachó con los vinos más costosos. En su vaso lleno se sucedieron o se mezclaron el ilustre hohannisbert, color de pálido sol, el lacrima-cristi, que es como lava de oro fundida, los maderas y los malvasías, los burdeos, los temibles borgoñas y el brutal jurancon; bebió el falerne. Comparó el vino de Chio con el vino de Chipre, el talasite, que hay que poner a refrescar en la cala de un navío; y cuando había vaciado varias botellas de romané, o de saint-pourçain, o de garnacha, o de sauvignon, no le hacía ascos a algunas botellas de champán, a causa de la espuma que resultaba divertida. De modo que difícilmente se habría encontrado, incluso buscando mucho, a un borracho tan perfectamente ebrio como ese primogénito de un rey, y daba tumbos por las calles sin abrigo ni sombrero canturreando canciones.
Por otra parte, el hermano que le seguía, casi rico tras haber vendido su perla, se había dedicado a las gruesas sirvientas de brazos desnudos y de pañoleta oscilante sobre el pecho, que van de mesa en mesa, y, más tarde, de cama en cama. En muchas ciudades se topó con bellas damas. Se dio el gusto de desgarrar vestidos de satén de dónde salían redondeces de nieve, y de morder bocas rosas que se fundían bajo el mordisco como frambuesas maduras. No transcurría nunca una hora sin que una joven mujer le dijese: «Te amo», pues derrochaba generosidad. Las morenas le gustaron, luego las rubias, luego las pelirrojas. Llegó un momento que las mezcló, no sabiendo que preferir. Envuelto de caricias se parecía a esos olmos de Italia por donde escalan unas trepadoras que dejan tomar sus frutos. Menos ardiente, tuvo elecciones singulares, esperando que las Cafrines le devolviesen el gusto por las Georgiennes, y una mulata sirvió de transición a su regreso hacia la rubias. ¡Allí se mantuvo resueltamente! Agrupó en su habitación, llena noche y día, más muchachas de cabellos de oro que un adolescente pueda tener en sueños De moso que difícilmente se habría podido encontrar, incluso buscando mucho, un amante más entregado al amor que ese hijo de rey; cuando atravesaba las calles con su tropel de enamoradas, se parecía al glorioso Aretino seguido de cuarenta Aretinas.
Pero ni el mayor ni el siguiente encontraron, éste en la borrachera de los besos, aquél en la embriaguez de los vinos, el olvido completo de las glorias de antaño y del reino perdido; pues se despertaban de todas las alegría con el corazón triste o la boca seca, para tener un triste día.

III

Cuando retornaron a los caminos, cansados, rotos y arruinados, – pensado con una más cruel amargura en las dichas lejanas, – quedaron muy sorprendido al ver al pie de un arbusto florido, bajo un revoloteo de abejas, a su hermano menor que sonreía; sus ojos y sus labios mostraban un éxtasis evidente.
–¡Y bueno! –preguntó el mayor – ¿es que ya has dejado de sufrir?
El muchacho respondió:
–Sí.
–Entonces, – preguntó el otro hermano – ¿ya no recuerdas las angustias del pasado?
El chico respondió:
–No.
Entonces ambos le preguntaron:
–¿Qué has hecho para olvidar el pasado y el presente?
–He hecho lo mismo que vosotros – dijo – me he emborrachado, y todavía me emborracho; y vivo en una dicha sin fin. Ya no más reyes destonados ni palacios saqueados por el pillaje y el incendio. ¡No me importa lo que fue, lo que es, ni lo que será! He perdido hasta el amargo recuerdo de mi flauta rota, a causa de la delicada embriaguez que me embarga con sueños más brillantes que las salas de mármol y de oro, más bellos que las fiestas donde pasean mujeres con brazos desnudos, mas melodiosos que el canto de los ruiseñores en los árboles del parque. Y es una incomparable borrachera de la que nunca salgo.
–¡Oh! ¿Con los aromas de que vino …– dijo el mayor….
–¡Oh! ¿con el azúcar de qué boca... –dijo el segundo…
–… proviene tal goce? – preguntaron al unísono.
–De ningún vino ni de ninguna boca.
El muchacho añadió:
–¡Bebo cada mañana las gotas de roció en una rosa que floreció al borde del talud, y cada noche bebo un rayo de estrella en una flor de lis abierta hacia el cielo!

Traducción de José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes