LOS TRES SOMBREROS

Iban a salir. El sol invernal, que atraviesa con sus rayos de oro pálido los vidrios, aconsejaba a los enamorados el fresco paseo por las callejuelas aún sin hojas, donde se camina con paso vivo, enfundados en los abrigos, estrechándose el uno contra el otro, y mezclando bajo el manguito los cálidos alientos de los besos.
–¡Tengo tres sombreros!– exclamó Juliette.– ¿Cuál me pondré, dime?
–No lo sé – respondió Valentin.
–¿Quieres que me ponga el sombrero rojo? Sobre mis cabellos parecería una gran amapola abierta en medio de los trigales.
–No –dijo Valentin– El rojo no.
–¡Qué olvidadizo! Fue el día que lo estrené, cuando te permití, por primera vez, levantar el velo que te impedía llegar a mis labios.
–¡Ese beso, cruel, me volvió más apasionado y más desgraciado todavía!
–¿Quieres que me ponga el azul, con unas rosas de musgo? Es bonito y picarón, y, un poco inclinado sobre la oreja, parecería un ramillete reventando de risa.
–No –dijo Valentin– el azul no.
–¡Qué ingrato! Yo lo llevaba la mañana en la que me senté, temerosa y temblorosa, sobre tus rodillas, en el fondo del coche, en el Bosque.
–Pero te alejaste enseguida, cruel, a causa de un oficial que pasaba a caballo.
–¿Tendré entonces que ponerme el malva, con su follaje veteado en burdeos como una hoja de parra demasiado quemada por el sol?
–¡Sí, sí! ¡Ese! ¡Ese es el que quiero!
–¿Y por qué?
–Porque...
–¿Por qué? – preguntó Juliette, que enrojeció al acordarse.
–Porque, la noche del abrazo definitivo y del irreparable abandono, la noche en la que, yendo con mucha prisa, había ya hecho de todas tus sedas y tus encajes algo caótico y disperso que estaba tirado sobre la alfombra, ¡yo te había dejado puesto ese sombrero, de hoja de parra en efecto, que llevabas en la cabeza!

Traducción de José M. Ramos
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