LOS TRES VESTIDOS
I
Aunque apenas tenía quince años, la hija del rey de Mataquin
no dejaba de pensar en el placer que se debería encontrar en el amor de un
príncipe de apuesto rostro; una mañana, mientras sus doncellas peinaban ante el
espejo los cabellos que ella tenía muy largos y bonitos, se le ocurrió decir que
le gustaría casarse. Sin duda había algo inconveniente en esta confesión; no es
de buen tono que las jóvenes declaren de un modo tan abierto sus pensamientos
más secretos; el día en el que tal franqueza dejase de ser censurada, no
tardaríamos en ensordecernos por las voces de un gran número de mujeres, feas o
bellas, viejas o jóvenes, que irían por las calles exclamando: «¡Un marido! ¡un
marido! » Sin embargo, el hada Holda, que era la madrina de la princesa, no le
reprochó el haber hecho esta revelación en voz alta; era un hada indulgente, a
pesar de no estar exenta de toda malicia. Habiéndose abierto las puertas de la
habitación por arte de magia, se la vio entrar pomposamente vestida, con aire
muy sonriente: seis negritos, que debían ser gnomos africanos, llevaban tres
cofres tras ella; y esos cofres eran los más bonitos de este mundo, el primero
de plata con incrustaciones, el segundo de oro fino, el tercero completamente de
piedras preciosas.
–¡Eh! ¡hola, ahijada mía!
–¡Eh! ¡hola, madrina!
–¿Es verdad que, impaciente como esas gavanzas que se aburren de permanecer
siendo brotes, tienes prisa por tener un esposo?
–Es verdad que no tendré ninguna repugnancia por el matrimonio si se me
ofreciese un marido tal como lo deseo, y, para resumirlo en una palabra,
semejante a un príncipe que se me aparece algunas veces en sueños.
–¿Cómo es ese príncipe con el que sueñas?
–¡Ah! No se podría concebir a nadie tan encantador como él.
–Explícate mejor.
–De entrada, esta vestido con toda la magnificencia y todo el gusto posible.
–Los hijos de rey bien vestidos no son escasos en los alrededores.
–Tiene en su fresco rostro, unos labios frescos y rosados como una rosa húmeda
de rocío.
–No faltan príncipes con bellas bocas.
–En sus ojos azules hay una profunda e infinita dulzura que, cuando se los mira,
una se imagina ver todo el cielo a través de dos diáfanos zafiros.
–¡Hum! ¡hum! – dijo el hada – unos ojos así no son demasiado frecuentes; tal vez
tengas alguna dificultad en encontrar algo semejante. Por fortuna, como soy
buena, y no quiero exponerte a que te arrepientas por una única elección que
hagas, te será permitido casarte tres veces; sería el diablo el que te
conviniese si no encontrases a tu media naranja entre tres esposos.
–¡Cómo! ¿Tres veces? – dijo enrojeciendo la princesa.
–¡No el mismo día! Tendrás cuidado de respetar intervalos convenientes entre tus
distintos esponsales. Además, si tantos matrimonios te están permitidos, no te
están impuestos; nada te impedirá quedarte con aquél que más te satisfaga. Pero
podrás realizar varias pruebas; y es por eso por lo que te traigo estos tres
cofres; en uno, que es de plata, hay un vestido de satén blanco y encajes, que
vestirás para tu primera boda; en el otro, que es de oro fino, se ha puesto un
vestido color de sol y estrellas, con el que te vestirás para deslumbrar al
segundo esposo; y el vestido de la tercera boda, – el más bello de los tres –
está guardado en el último cofre, que es completamente de piedras preciosas.
II
Pasado algún tiempo de esto, el sobrino del emperador de
Golconde acudió a la corte de Mataquin para pedir la mano de la hija del rey,
cuya belleza era leyenda en todos los países de la tierra. ¡Nunca había sido
dado a nadie ver a un príncipe tan magníficamente vestido que éste! Sobre
satenes que parecían hechos de nieve luminosa, sobre muselinas ligeras y rosas
como nubes de auroras, llevaba bordadas perlas, rubís y esmeraldas que formaban
grupos como flores en llamas. La princesa, deslumbrada, no puso ningún
impedimento en casarse con el sobrino del emperador de Golconde.
Extrajo del cofre de plata el vestido de satén blanco y encajes, y se vistió con
placer para la ceremonia nupcial.
Pero no tardó en percatarse de que un bonito vestido no algo que pueda disculpar
lo demás. Su marido, cuando estaba en ropa de ordinario, por la mañana, no tenía
ningún parecido con el joven príncipe que ella había visto en sus sueños. ¿Dónde
estaban los tiernos ojos profundos y dulces como el cielo? Poco a poco se fue
volviendo triste, quedando todo el día en su habitación, lagrimeando en los
rincones; de modo que tuvo todas las dificultades del mundo en mostrar una
aflicción conveniente, el día en el que le informaron que el sobrino del
emperador de Golconde, que era un gran cazador, había sido devorado por los
leones en la montaña.
III
Cuando acabó de llevar el luto durante más de seis meses,
comenzó a decirse que nada la obligaría a permanecer viuda; y se sintió el
corazón tiernamente conmovido a la vista de un jinete que acababa de llegar a la
corte y que, en un torneo, había triunfado sobre los más valerosos combatiente.
No solamente ese caballero llevaba unos soberbios trajes, sino que tenía, en un
rostro fresco, unos labios rosados como una rosa húmeda de rocío. La princesa no
contuvo su alegría cuando supo que el caballero tenía la intención de esposarla,
y ella consintió a este nuevo matrimonio.
Extrajo del cofre de oro fino el vestido color de sol y estrella, y se vistió
encantada para la ceremonia.
Pero no tardó en percibir – a pesar de la dulzura de los besos – que no bastaba
estar bien vestido ni tener una boca fresca como las flores para procurar la
dicha a una joven mujer tan exigente como ella era. No, ese marido no era
todavía el que se le había aparecido en sus tan agradables sueños; ¡no tenía los
dos ojos azules semejantes a diáfanos zafiros! Se lamentaba el día, se
desesperaba por la noche, infeliz más allá de todo lo que se pueda imaginar; si
bien debió hacer un gran esfuerzo para no sonreír a través de las lagrimas, el
día que le informaron que el caballero, que era un gran aventurero, había sido
asesinado por un malévolo mago en un bosque encantado.
IV
Pasó un año sin que la princesa hubiese pensado en nuevos
esponsales; las dos primeras experiencias le habían sido demasiado penosas para
que le sobreviniera la fantasía de intentar una tercera; se decía que no
encontraría nunca al esposo de su quimera, y soñaba melancólicamente. Pero una
tarde, cuando paseaba por una alameda del parque real, vio venir por el
crepúsculo a un joven más apuesto que todos los hombres. ¿Era realmente un
mortal, o bien algún angel descendido del paraíso? Parecía vestido de luz de
estrellas y su boca era semejante a una rosa, pero a una rosa tan bella que no
se podría encontrar igual en ningún jardín de la tierra, y cuando estuvo muy
cerca de ella, brilló en sus ojos azules una tan profunda, una tan infinita
dulzura, que ella se imaginó ver el cielo a través de dos diáfanos zafiros. ¡Ah!
esta vez había encontrado finalmente el esposo que deseaba! Estaba allí,
semejante a la deliciosa aparición de sus sueños; cuando éste dijo con una voz
más dulce que el deslizamiento del viento sobre un arroyo: «¿Quieres, bella
princesa, ser mi esposa? » ella se sintió invadida de tal languidez que creyó
morir de delicia.
El día de la ceremonia nupcial, abrió el ultimo cofre (que era de piedras
preciosas), para extraer el vestido de la tercera boda, el más bello de todos.
Pero en el cofre había una extraño vestido, un vestido que era una mortaja.
Entonces la princesa se puso a llorar, comprendiendo que había llegado el
momento de morir. Presa de un mal repentino, entregó el alma antes de que cayese
la noche. Se la envolvió en la mortaja, se la acostó en el cofre de pedrerías.
Pues nadie sabría poseer aquí abajo su quimera realizada; no es sobre la tierra
donde las princesas se casan con los príncipes que tienen a la vez trajes
magníficos, labios semejantes a las flores y ojos donde sonríe el infinito azul
del cielo.
Traducción de
José M. Ramos
para http://www.iesxunqueira1.com/mendes |