Y MÁS CAMBIO

Golpeé en la puerta de la más amada de las mujeres, que me amó durante mucho tiempo. De abril a abril. Meritoria longevidad de ternuras.
–¿Quién está ahí? – preguntó ella.
–Yo, el que te adora y al que no te dignas a preferir.
–¡Oh! señor, no es de un hombre cortés venir a molestar a las personas en el momento en el que se van a meter en la cama; le ruego que siga su camino.
No insistí y me alejé.
No estaba enojado pero si triste. Sabiendo que a las mujeres les gustan los cambios, yo disculpaba su hastío por un muy antiguo amante.
Sin embargo volví sobre mis pasos y golpeé a la puerta de la joven tan amada que ya no me amaba, prendada sin duda de alguna nueva dicha.
–¿Quién está ahí? – preguntó ella –¿Es usted aún?
–No, es otro. Otro, te lo aseguro. Alguien que se muere de cariño a causa del recuerdo de haber visto tu pequeño pie levantar el borde de tu falda. Alguien al que no conoces del todo.
Ella no respondió al principio. Sin duda vacilaba.
–¿Otro? – dijo finalmente.
Pero añadió:
–Es algo muy inconveniente venir a molestar de este modo a las personas cuando el sueño va a cerrar sus párpados. Señor, se lo ruego, siga su camino.
Entonces le pregunté:
–¡Eh! ¿Acaso para ser recibido por ti, no basta, infiel, ser diferente de aquél al que recibías antes; en una palabra ser «otro»?
Yo oí, tras la puerta, acudir hacia mí una melancólica risa.
– Por desgracia, debe usted saber – dijo ella – que para tener alguna oportunidad de complacer la lasitud final de las enamoradas demasiado sutiles, a las que decepciona hasta el enojo la sola idea de una semejanza a un beso recomenzado, no basta ser otro distinto con el que ellas se hastiaron de haber amado, sino que incluso hay que ser diferente de otro.

Traducción de José M. Ramos
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