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OPINIÓN
PÚBLICA Como
acababan de dar las once, los señores empleados, temiendo la llegada
del jefe, se apresuraban dirigiéndose a sus despachos. Cada
uno echaba una mirada rápida sobre los papeles traídos en su ausencia;
luego, tras haber cambiado la chaqueta o la levita por el viejo uniforme
de trabajo, iba a ver al vecino. Pronto
fueron cinco en el despacho donde trabajaba el señor Bonnenfant, un
alto funcionario, y la conversación de cada día comenzó como de
costumbre. El señor Perdrix, encargado del orden, buscaba piezas
perdidas, mientras que el aspirante a subjefe, el señor Piston,
ayudante de la Academia, fumaba su cigarrillo calentándose los muslos.
El viejo expedicionario, el padre Grappe, ofrecía al corrillo su
actuación tradicional, y el señor Rade, burócrata periodístico, escéptico
burlón y revolucionario, con voz de grillo, astuto y con gestos
bruscos, se divertía escandalizando al mundo. —¿Qué
hay de nuevo esta mañana? —preguntó el señor Bonnenfant. —Nada
nuevo, contestó el señor Piston, los periódicos siempre están llenos
de detalles sobre Rusia y el asesinato del zar. El
encargado del orden, el señor Perdrix, levantó la cabeza, y articuló
con un tono convencido: —Le
deseo mucha felicidad a su sucesor, pero no cambiaría mi puesto por el
suyo. El
señor Rade se rió: —¡Él
tampoco! —dijo. El
padre Grappe tomó la palabra, y preguntó con un tono lamentable: —¿
Cómo acabará todo esto?... El
señor Rade le interrumpió: —No
acabará nunca, padre Grappe. Sólo morimos nosotros. Desde que hay
reyes ha habido regicidios. Entonces
el señor Bonnenfant se interpuso: —Explíqueme
pues, señor Rade, por qué siempre se ha atacado a los buenos en vez de
a los malos. Enrique IV, el Grande, ha sido asesinado; Luis XV murió en
su cama. Nuestro rey Luis-Felipe ha sido toda su vida el blanco de los
asesinos, y aseguran que el zar Alejandro era un hombre benevolente. ¿No
fue él además quién emancipó a los ciervos?
El
señor Rade se encogió de hombros. —¿
No han matado últimamente al jefe de una oficina?— dijo El
padre Grappe, que olvidaba cada día lo que había pasado la víspera,
exclamó: —¿
Han matado a un jefe de oficina? El
aspirante a subjefe, el señor Piston, respondió: —Claro
que sí, recuerda el asunto del marisco- Pero
el padre Grappe lo había olvidado. —No,
no lo recuerdo. El
señor Rade le recordó los hechos. —¿Veamos,
padre Grappe, no recuerda un empleado, un chico, que además ha sido
absuelto, que quiso ir un día a comprar marisco para su comida? El jefe
se lo prohibió, el empleado insistió, el jefe le ordenó callarse y no
salir, el empleado se sublevó, cogió su sombrero, el jefe se abalanzó
sobre él, y el empleado, defendiéndose, clavó en el pecho de su
superior las tijeras reglamentarias. ¡Un
verdadero final de burócrata, vamos!
—Habría
que discutirlo— articuló el señor Bonnenfant— La autoridad tiene
limites; un jefe no tiene derecho de regular mi comida ni a reinar sobre
mi apetito. Mi trabajo le pertenece, pero mi estómago no. El asunto es
lamentable, es verdad, pero habría que discutirlo. El
aspirante a subjefe, el señor Piston, irritado, exclamó: —Yo,
Señor, digo que un jefe debe ser dueño de su oficina, como un capitán
a bordo; la autoridad es indivisible, si no, no habría servicio
posible. La autoridad del jefe viene del gobierno: representa al estado
en su oficina; su derecho absoluto de mando es indiscutible. El
señor Bonnefant se enfadaba también. El señor Rade los tranquilizó: —Esto
era lo que esperaba— dijo— Una palabra de más, y Bonnenfant clavaría
su abrecartas en el estómago de Piston. Para los reyes, es lo mismo.
Los príncipes tienen una forma de entender la autoridad que no es la
misma que la del pueblo. Sigue siendo la cuestión del marisco. ¡Yo
quiero comer marisco! - ¡ No lo comerás! - ¡Sí! - ¡ No! - ¡Sí! -
¡No! Y esto es a veces suficiente para causarle la muerte a un hombre o
a un rey. Pero
el señor Perdrix retomó su idea: —Eso
da igual, dijo, la profesión de soberano no es divertida, hoy en día.
Realmente, me gusta más el nuestro.¡ Es como ser bombero, tampoco es
divertido! El
señor Piston, tranquilo, retomó: —Los
bomberos franceses son una de las glorias del país. El
señor Rade estaba de acuerdo: —Los
bomberos, sí, pero no las bombas. El
señor Piston defendió las bombas y la organización añadiendo: —Además
se está estudiando la cuestión, la atención está despierta, hombres
competentes se ocupan de ello, dentro de poco, tendremos medios en armonía
con las necesidades. Pero
el señor Rade agitó la cabeza. —¿Lo
cree de verdad?, ¡Usted cree! Pues se equivoca, Señor; no cambiará
nada. En Francia, no se cambian los sistemas. El sistema americano
consiste en tener agua, mucha agua, ríos, pues tienen la malicia de
detener los incendios con el Océano bajo la mano. En Francia, al
contrario, lo dejan todo en manos de la iniciativa, de la inteligencia,
de la invención, no hay agua, no hay bombas, nada de nada, sólo
bomberos, y el sistema francés intenta quemar a los bomberos. ¡Esos
pobres diablos, héroes, que apagan los incendios a golpe de hachas.! ¡
Qué superioridad tenemos sobre América, piénselo!... Luego, cuando
unos cuantos han sido abrasados, el consejo municipal habla, el coronel
habla, los diputados hablan; se debaten los dos sistemas: ¡ él del
agua y él de la iniciativa! Y un dignatario cualquiera pronuncia sobre
la tumba de las victimas: No os diremos adiós, bomberos, sino hasta
luego. Así se actúa en Francia; Señor. Pero
el padre Grappe, que olvidaba las conversaciones a medida que tenían
lugar, preguntó: —Donde
he leído ese verso que acaba de decir: No os diremos adiós, bomberos,
sino hasta luego... —Es
en Béranger— contestó gravemente el señor Rade. El
señor Bonnenfant, perdido en sus reflexiones, suspiró:
—¡El
incendio del Printemps si que fue a pesar de todo una gran catástrofe! El
señor Rade retomó: —Ahora
que se puede hablar de ello fríamente, tenemos el derecho, pienso, de
discutir la elocuencia del director de ese establecimiento. Hombre de
corazón, dicen, no lo dudo, hábil comerciante, es evidente, pero como
orador, lo niego.
—¿
Por qué?— preguntó el señor Perdrix. —Porque,
si el horroroso desastre que lo ha golpeado no hubiese atraído hacia él
la conmiseración de todo el mundo, no habría habido suficientes risas
para el discurso de La Palisse con el que tranquilizaba los temores de
sus empleados. “Señores —les dijo más o menos— ¿no saben con qué
comerán mañana? Yo tampoco. ¡Oh, vamos, cómo hay que apiadarse de mí! Afortunadamente
tengo amigos. Uno me prestó diez céntimos para comprar un puro, otro
puso a mi disposición un franco setenta y cinco para coger un coche de
punto en Belle Jardinière. ¡Sí,
yo, el director del Printemps, estuve en la Belle Jardinière! Obtuve
quince céntimos de otro para otra cosa, y como ya ni siquiera tenía
paraguas, me compré uno por cinco francos con veinticinco céntimos,
gracias a un quinto préstamo. Luego, como mi sombrero también había
ardido, y como no quería pedir más préstamos, he recogido un casco de
bombero... ¡Aquí lo tienen! Sigan mi ejemplo, si tienen amigos, remítanse
a su bondad... ¡En cuanto a mí, ya lo ven, mis pobres muchachos, estoy
endeudado hasta el cuello! “
Ahora
bien, uno de sus empleados hubiera podido contestarle: “
¿Qué demuestra eso, jefe? Tres cosas: primero, que no tenía un duro
en el bolsillo. Me sucede lo mismo cuando olvido mi monedero, pero eso
no demuestra que no tenga propiedades, hoteles, valores, seguros;
segundo, eso demuestra que aún tiene crédito antes sus amigos, mejor
para usted, úselo; tercero, eso demuestra finalmente que es muy
infeliz.!Pues claro, lo sabemos y lo lamentamos de todo corazón! Pero
eso no mejora nuestra situación. Nos la quería pegar, en realidad, con
su equipo en la tienda” Esta
vez todo el mundo estuvo de acuerdo en la oficina. El señor Bonnenfant
añadió, con un tono burlón: —Me
hubiese gustado ver todas las señoritas de la tienda cuando se
escapaban en camisa. El
señor Rade continuó: —No
me fió de esos dormitorios de vestales que por poco han sido abrasados
( como los caballos de la Compañía
de los omnibuses en las cuadras, el año pasado). Si
hubiese que encerrar algo, a los que habría que poner bajo llave sería
a los subalternos que son los últimos monos, pero las pobres jovencitas
de la lencería, por favor! ¡ Un director, qué demonios! no puede ser
responsable de todo el capital que descansa bajo su techo. ¡Es verdad
que el de los subalternos se ha quemado en la caja; al menos habría que
intentar salvar el de las señoritas! Lo que admiro, por ejemplo, son
los gritos para llamar a los empleados. ¡ Señores, qué quinto acto!
Se imaginan en medio de las galerías llenas de humo, con las brasas de
las llamas, el tumulto de la huida, el pánico de todos, mientras que,
de pie en el cruce central, en zapatillas y pantalón corto, se oye a
pleno pulmón un Hernani moderno, un Roland de la novedad.! Entonces
el señor Perdix, el encargado del orden, pronunció de repente: —Da
igual, vivimos en un siglo muy raro, en una época muy perturbada, así
como lo demuestra el asunto de la calle Duphot... Pero
el ordenanza abrió bruscamente la puerta: —El
jefe ha llegado, señores. Entonces, en un segundo, todos huyeron, salieron pitando, desaparecieron, como si el mismo ministerio se hubiese quemado. FIN Traducción de María del Carmen Vigo Vales para http://www.iesxunqueira1.com/maupassant
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