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UNA SORPRESA Nosotros,
mi hermano y yo, fuimos educados por nuestro tío el abad Loisel, “el
cura Loisel” como nosotros le llamábamos. Habiendo fallecido nuestros
padres durante nuestra infancia, el abad nos recogió en la casa
parroquial y nos amparó. Él
servía desde hacía dieciocho años a la comunidad de Join-le-Sault, no
lejos de Yvetot. Se trataba de un pueblecito, situado en el hermoso centro
de la planicie de la región de Caux, sembrado de granjas que levantaban
aquí y allá sus parcelas de árboles por los campos. La
comunidad, a parte de las chozas diseminadas por la planicie, no tenía más
que seis casas alineadas a los dos lados de la carretera principal, con la
iglesia en un extremo de la región y el ayuntamiento nuevo en el otro
extremo. Mi
hermano y yo pasamos nuestra infancia jugando en el cementerio. Como éste
estaba al abrigo del viento, mi tío nos impartía allí sus lecciones,
sentados los tres sobre la única tumba de piedra, la del anterior cura
cuya familia, rica, lo había hecho enterrar señorialmente. El
abad Loisel, para fortalecer nuestra memoria, nos hacía aprender de
memoria los nombres de los muertos inscritos sobre la cruz de madera negra
y, con la finalidad de ejercitar al mismo tiempo nuestro discernimiento,
nos hacía empezar esta insólita cantinela, unas veces por un extremo del
campo fúnebre y otras por el opuesto, a veces por el medio, señalando,
de repente, una sepultura determinada: —Veamos,
la de la tercera fila, cuya cruz cuelga a la izquierda. Cuando
se presentaba un entierro, teníamos prisa por conocer lo que se inscribiría
sobre el símbolo de madera, e íbamos incluso a menudo junto al
carpintero para leer el epitafio, antes de que fuera colocado sobre la
tumba. Mi tío preguntaba: —¿Conocéis
el nuevo? Nosotros
respondíamos los dos a la vez: —Sí,
tío,— y nos poníamos rápidamente a farfullar: —Aquí
descansa Joséphine, Rosalía, Gertrude Malaudin, viuda de Théodore
Magloire Césaire, fallecida a la edad de sesenta y dos años, sentida la
pérdida por su familia, buena hija, buena esposa y buena madre. Su alma
descansa en paz en la celeste morada. Mi
tío era un cura enorme y huesudo, tan cuadrado de ideas como de cuerpo.
Su propia alma semejaba dura y precisa, igual que una respuesta de
catecismo. Nos hablaba a menudo de Dios con voz de trueno. Pronunciaba esa
palabra violentamente como si hubiera disparado un pistoletazo. Su Dios,
por otra parte, no era “el buen Dios”, sino “Dios” a secas. Él
debía de pensar en Él de la misma forma que un merodeador piensa en un
gendarme, un prisionero en un juez de instrucción. A
mi hermano y a mí nos educó rudamente,
enseñándonos a temer antes que a amar. Cuando
tuvimos uno catorce años y el otro quince, nos metió internos, a precio
reducido, en la institución eclesiástica de Yvetot. Éste era un triste
y gran edificio, lleno de curas y de alumnos casi todos destinados al
sacerdocio. No puedo todavía pensar en ello sin sentir escalofríos de
tristeza. Allí se olía la oración como se huele el pescado en el
mercado un día de marejada. ¡Oh! ¡El triste colegio, con sus eternas
ceremonias religiosas, la fría misa de cada mañana, las meditaciones,
las recitaciones del evangelio, las lecturas piadosas a la cena!¡Oh! El
remoto y triste tiempo pasado dentro de esos muros enclaustrados donde no
se oía hablar de nada más que de Dios, del Dios tempestuoso de mi tío. Vivíamos
allá en una piedad estrecha, rumiante y forzosa, y también en una
suciedad verdaderamente loable, ya que, me acuerdo que no nos hacían
lavar los pies a los niños más que tres veces al año, la víspera de
las vacaciones. En cuanto a los baños, los ignorábamos tan completamente
como el nombre del Sr. Víctor Hugo. Nuestros maestros debían de tenerlos
en gran desprecio. Salí
del bachiller el mismo año que mi hermano, y, provistos de algunas
calderillas, nos despertamos los dos una mañana en Paris, empleados por
dieciocho céntimos de franco en la administración pública, gracias a la
protección del Monseñor de Rouen. Durante
algún tiempo todavía seguimos siendo muy honestos, mi hermano y yo,
viviendo juntos en el pequeño apartamento que habíamos alquilado,
semejantes a pájaros de noche que uno saca de su agujero para lanzarlos a
pleno sol, aturdidos, despavoridos. Pero
poco a poco, el aire de Paris, los colegas, los teatros, nos fueron
espabilando. Nuevos deseos, ajenos a los placeres celestiales, comenzaron
a penetrar en nosotros, y a fe mía, una tarde, la misma tarde, después
de largas dudas, de grandes inquietudes y de los temores propios del
soldado ante su primera batalla, nos dejamos llevar... ¿como diría...?
nos dejamos seducir por dos vecinitas, dos amigas empleadas en el mismo
almacén, y que habitaban en la misma vivienda. Ahora
bien, pronto tuvo lugar un cambio entre las dos parejas, un reparto. Mi
hermano cogió el apartamento de las dos chicas y se quedó con una de
ellas. Yo me apoderé de la otra, que se vino a mi casa. La mía se
llamaba Louise; tendría unos veintidós años. Era una buena chica,
lozana, alegre, rolliza toda ella, muy rolliza incluso en ciertas parte.
Se instaló en mi casa como la mujercita que toma posesión de un hombre y
de todo lo que depende de ese hombre. Organizó, ordenó, hizo de comer,
reguló la despensa con ahorro, y me procuró, por otra parte, muchos
beneplácitos nuevos para mi. Por
su parte, mi hermano estaba muy contento. Cenábamos los cuatro juntos, un
día en nuestra casa, un día en la suya, sin una sombra en el alma ni una
preocupación en el corazón. De
vez en cuando yo recibía una carta de mi tío que me creía
perdurablemente viviendo con mi hermano, y que me transmitía noticias de
la región, de su criada, de los muertos recientes, de la tierra, de las
cosechas, todo ello mezclado con muchos consejos sobre los peligros de la
vida y las bajezas del mundo. Estas
cartas llegaban por la mañana en el correo de las ocho. El conserje las
deslizaba por debajo de la puerta dando un escobazo en la pared para
avisar. Louise se levantaba, iba a recoger el sobre de papel azul, y se
sentaba al borde de la cama para leerme las “epístolas del cura Loisel”
como ella también le llamaba. Durante
seis meses fuimos felices. Ahora
bien, una noche, hacia la una de la madrugada, un violento campanillazo
nos hizo estremecer a la vez, ya que en ese momento no dormíamos en
absoluto. Louise dijo: —¿Qué
puede ser eso? Yo
respondí: —No
sé. Seguramente se equivocan de piso. Y
no nos movimos más, aunque... al final permanecimos abrazados el uno
contra el otro, aguzado el oído, muy nerviosos. Y
de repente, un segundo campanillazo, después un tercero, después un
cuarto llenaron de estruendo el pequeño apartamento y nos hicieron
enderezarnos y sentarnos a la vez en nuestra cama. No nos equivocábamos;
era por nosotros. Puse rápido un pantalón, calcé mis chancletas y corrí
hacia la puerta del vestíbulo, temiendo una desgracia. Pero antes de
abrir pregunté: —¿Quién
está ahí? ¿Qué quieren? Una
voz, una grave voz, la de mi tío, respondió: —Soy
yo, Jean, abre rápidamente, en nombre de un pequeño buen hombre , no
tengo ganas de dormir en las escaleras. Pensé
volverme loco.¿Qué hacer? Corría hacia la habitación, y con una voz
jadeante, le dije a Louise: —Es
mi tío, escóndete. Después
volví, abrí la puerta de fuera; el cura Loisel estuvo a punto de
derribarme con su maleta tapizada. Gritó: —¿Qué
hacías pues, tunante, para no abrir? Yo
respondí balbuceando: —Dormía,
tío. Él
continuó: —Dormías,
vale, pero después, cuando me has hablado, allí, detrás de la puerta. Yo
tartamudeé: —Había
dejado mi llave en el bolsillo de mis pantalones, tío. Después
para evitar otras explicaciones, me lancé a su cuello, abrazándole con
violencia. Él
se suavizó, se explicó: —Heme
aquí por cuatro días,
granuja. He querido echar un vistazo sobre este infierno de París
para hacerme una idea del otro. Y se rió con una risa vociferante, y
después continuó: —Puedes
alojarme donde quieras. Retiraremos un colchón de tu cama. Pero, ¿dónde
está tu hermano? ¿Duerme? ¿No vas a despertarlo? Perdí
los estribos; finalmente murmuré: —Jacques
no ha vuelto: esta noche tienen mucho trabajo adicional en el despacho. Mi
tío, sin desconfianza, se frotó las manos preguntando: —Entonces,
¿va bien el trabajo? Y
se dirigió hacia la puerta de mi habitación. Yo casi le salto al
alzacuellos. —No...
no... por aquí, tío Se
me había ocurrido una idea, y añadí: —Usted
debe de tener hambre, después del viaje, venga a comer algo. Sonrió. —Es
verdad que tengo hambre. Me comería un trocito de pan. Y
lo empujé a la sala. Justamente
habíamos cenado en casa ese día, así que la alacena estaba bien
provista. Primero saqué un trozo de carne adobada que el cura atacó
gozosamente. Yo le animaba a comer, sirviéndole de beber, haciéndole
recordar las grandes cenas normandas para activar su apetito. Cuando
hubo terminado, dejó su plato delante de él declarando: —Ya
está, estoy lleno. Pero
yo tenía mis reservas; conocía la debilidad del buen hombre, y traje un
paté de ave, una ensalada de patatas, un tarro de nata y vino con la
finalidad de que no finalizara. Estuvo
a punto de caer de espaldas y gritó: —¡En
nombre de un pequeño buen hombre, qué despensa! Y
tomó de nuevo su plato aproximándose a la mesa. La noche avanzaba,
continuaba comiendo; y yo buscaba un medio para salir de aquel apuro sin
dar con ninguno que me pareciera adecuado. Por
fin, mi tío se levantó. Me sentí desfallecer. Quise retenerle de nuevo. —Venga,
tío, una vaso de aguardiente; es añeja, es buena. Pero
él dijo: —No,
ahora sí que estoy servido. Veamos tu apartamento. No
había forma de cortar a mi tío, yo lo sabía;
escalofríos me corrieron por la espalda. ¿Qué iba a acontecer?¿Qué
escena? ¿Qué escándalo? ¿Qué situación violenta tal vez? Lo
seguí con unas ganas locas de abrir la ventana y lanzarme a la calle. Lo
seguía estúpidamente sin osar decir una palabra para retenerlo; lo seguía
sintiéndome perdido, a punto de desmayarme de angustia, confiando sin
embargo en algún tipo de suerte. Entró
en mi habitación. Una suprema esperanza me hizo saltar el corazón. La
valiente joven había cerrado las cortinas de la cama; y ni un solo trapo
de mujer aparecía tirado. Los vestidos, collares, manguitos, medias
finas, guantes, broches, anillos, todo había desaparecido. Yo
balbuceé: —No
vamos a acostarnos ahora, tío, ya es de día. El
cura Loisel respondió: —Tu
estás bien, tú, pero yo dormiría tranquilamente una hora o dos. Y
se acercó a la cama, su vela en la mano. Yo esperaba, ansioso, perdido.
¡De un solo manotazo abrió las cortinas!.. Hacía calor (era junio); habíamos
retirado todas las mantas, y solo quedaba la sábana que Louise
enloquecida había echado sobre su cabeza. Sin duda para esconderse mejor,
se había enrollado como una bola, y se veía... se veía.. su contorno
pegado contra la tela. Sentí
que me iba a caer de espaldas. Mi
tío se giró hacia mí riéndose a carcajadas, de manera que estuve a
punto de descomponerme de estupefacción. Gritó: —¡Ah!
bromista, no has querido despertar a tu hermano. Y bien, vas a ver como le
despierto yo. Y
vi su mano, su gruesa mano de aldeano que se elevaba; y mientras que él
reventaba de risa, se precipitó con un formidable ruido sobre... sobre
los contornos que aparecían expuestos delante de él. Y
un grito terrible se oyó en la cama; y a continuación una furiosa
tormenta bajo la sábana. Aquello se movía, se movía , se estremecía,
se agitaba. Ella no era capaz de liberarse, tan enredada como estaba allá
dentro. Finalmente
una pierna apareció por una esquina, un brazo por la otra, después la
cabeza, a continuación todo el pecho, desnudo y con sacudidas; y Louise,
furiosa, se sentó mirándonos con unos ojos brillantes como linternas. Mi
tío, enmudecido, se alejaba reculando, la boca abierta como si hubiera
visto al demonio, y soplando como un buey. Yo
consideré la situación demasiado grave para hacerle frente y me escapé
atropelladamente. No
regresé hasta dos días más tarde. Louise había partido dejando la
llave en conserjería. Jamás la he vuelto a ver. ¿En
cuanto a mi tío? Me ha desheredado a favor de mi hermano que, avisado por
la dueña de la casa, ha jurado que él se había separado de mi como
consecuencia de mis excesos de los que no podía permanecer como testigo. No
me casaré, las mujeres son demasiados peligrosas. Traducción de María Rodríguez
Fernández para |