CAMPESINOS
por Guy de Maupassant
I
Las dos cabañas juntas, al pie de una colina, cerca de un balneario; los dos
campesinos hacían el mismo esfuerzo para buscar en la tierra infecunda el pan
de los suyos; las dos familias eran numerosas el padre, la madre y cuatro hijos.
Frente a las dos puertas, la chiquillería piaba desde la mañana hasta la
noche, Los dos mayores tenían seis años y los dos pequeños quince meses. Los
dos matrimonios y los nacimientos de cada criatura se habían verificado,
simultáneamente casi, en los dos hogares.
Cuando los niños jugaban juntos, apenas distinguían las dos
madres cuáles eran los propios y cuáles los del vecino; los dos. padres los
confundían absolutamente; los ocho nombres bailaban en sus cabezas,
mezclándose a todas horas, y cuando querían llamar a uno, con frecuencia
llamaban a tres antes de acertar con el verdadero.
Dejando a la espalda el balneario de Rolleport, la primera de
las dos viviendas que aparecía era la de los Tubaches, que tenían tres hembras
y un varón; la segunda era la de los Vallin, que tenían una hembra y tres
varones.
Todos vivían trabajosamente con sopitas, patatas y aire
puro. A las siete de la mañana, al mediodía y a las seis de la tarde, cada
matrimonio llamaba a los suyos para repartir la comida, como los que guardan
patos reúnen a los animalitos. Las criaturas se colocaban alineadas junto a una
mesa, barnizada por el roce de medio siglo. El menor de todos apenas llegaba con
la boca al nivel de la mesa. Les ponían delante un plato con pan remojado en el
agua en que se habían cocido patatas, media col y tres cebollas, y todos lo
devoraban como hambrientos; la madre daba de comer al menor. Un poco de carne
cocida los domingos era un regalo para todos, y aquel día el padre mascaba
reposado. repitiendo:
-Así comería yo siempre.
Una tarde de octubre se detuvo bruscamente ante las dos
cabañas un ligero cochecillo, y una señora joven, que le guiaba, dijo al
caballero que iba con ella:
- ¡Oh! ¡ Mira, Henry; mira qué grupo de niños!
El hombre no contestó, acostumbrado a semejantes
admiraciones, que para él eran un dolor y casi un reproche.
La mujer seguía:
-Quiero besarlos. ¡ Ah! ¡ Cuánto me gustaría uno como
aquel pequeño!
Y apeándose de un salto, se acercó a los niños, cogiendo,
a uno de los más pequeños, el de los Tubaches, alzándolo entre los brazos,
acariciándolo apasionadamente, cubriéndole de besos la cara sucia, el pelo
ensortijado y rubio y lleno de tierra, y las manecitas, que agitaba el infeliz
para librarse de aquel ataque.
Luego la señora subió al coche, alejándose al trote largo
de los caballos. Pero volvió a la semana siguiente, se apeó, acarició al
niño, se sentó junto a él, en el suelo, le atiborró de dulces, repartiendo
algunos a los demás, y jugó con todos como una chiquilla, mientras que su
marido la esperaba pacientemente, sin abandonar su frágil cochecillo.
Repitió la visita, conoció a los padres y acabó yendo
todas las tardes, repartiendo muchas golosinas y algunas monedas.
Era la esposa de Henry de Hubiéres.
Una mañana su marido se apeó del coche tras ella, y sin
pararse con los niños entraron en la cabaña de los Tubaches.
La mujer y el marido estaban cortando leña y encendiendo
lumbre para el almuerzo. Quedaron muy sorprendidos, ofrecieron sillas y
aguardaron silenciosos. La señora. con voz entrecortada y temblorosa, dijo:
-Buenas gentes; vine a su casa porque deseo..., deseo
llevarme al chiquitín...
Los campesinos, de pronto, no haciéndose cargo de la cosa,
no dijeron nada.
La señora, ya más tranquila, prosiguió:
-No tenemos hijos ni familia; estamos enteramente solos mi
marido y yo. Si nos lo dieran, le cuidaríamos... ¿Quieren?
La mujer iba entendiendo, y habló:
-¿Quiere usted llevarse a nuestro Carlos? No; eso, no.
Entonces intervino el señor de Hubiéres con estas razones:
-Mi mujer no se ha expresado claramente. Queremos adoptar al
niño; pero el niño podía venir a ver a sus padres. Si es bueno con nosotros,
como esperamos, heredará toda nuestra fortuna. Y si llegásemos a tener hijos,
la repartiría con ellos como un hermano. Pero si no fuese agradecido a nuestras
atenciones, al llegar a su mayoría de edad dispondría de veinticinco mil
francos, que desde hoy estamos dispuestos a dejar depositados a su nombre. Como
también hemos de atenderlos a ustedes, les daríamos una pensión vitalicia de
cien francos mensuales. ¿Me comprenden?
La campesina se había levantado furiosa.
- ¿Quiere usted que le vendamos a Carlos? ¡ Ah! Esas cosas
no se le piden a una madre. No, no; eso es una infamia.
El hombre no decía nada, grave y reflexivo; pero aprobaba
con un movimiento de cabeza lo que decía su mujer.
La señora de Hubiéres, contrariada y triste, arrancó en
llanto, y volviéndose hacia su marido, con la voz entrecortada entre sollozos,
una voz de niña mimada, balbució:
- ¡ No quieren, Henry, no quieren! Entonces el marido
insistió:
-Pero no es lo que ustedes imaginan; el hijo no lo venden y
aseguran su porvenir, su felicidad, su...
La campesina exasperada, le interrumpió.
-Sí, ya lo sabemos todo; ya lo hemos oído todo; ya lo
imaginamos todo. Váyanse ustedes y que no volvamos a verles en esta casa. No es
honrado querer quitar un hijo a su madre de ese modo.
Al salir, la señora de Hubiéres notó que había dos
pequeñuelos, y preguntó entre lágrimas, con la tenacidad propia de una
mujer-mimada:
-Pero el otro pequeñito, ¿no será también de ustedes?
Tubache respondió:
-Es de los vecinos; entren ustedes a ver si ellos quieren.
Y el hombre se retiró al interior de su vivienda, en la que
resonaban aún las exaltadas voces de su mujer.
Los Vallin estaban en la mesa, comiendo tranquilamente
rebanadas de pan con un poco de manteca, la cual tomaban con la punta del
cuchillo de un plato colocado entre los dos.
El señor de Hubieres hizo de nuevo sus proposiciones, pero
más insinuante, con más precauciones oratorias y más astucia.
Los dos campesinos bajaron la cabeza, negándose; pero cuando
se fijaron en que les darían cien francos mensuales, reflexionaron un poco,
sobrecogidos, consultándose con la mirada.
-¿Qué dices tú a eso? -preguntó la mujer El hombre dijo,
sentenciosamente:
-No es una bicoca.
Entonces la señora de Hubiéres, que temblaba de angustia,
les habló del porvenir del chiquillo, de su felicidad futura, de cuanto podía
darles con el tiempo. El campesino preguntó:
-Y esta renta de cien francos mensuales, ¿quedará por
escritura hecha ante notario?
El señor de Hubiéres contestó:
-Seguramente; mañana mismo. La mujer, que meditaba, dijo:
-Cien francos al mes no es bastante para que me prive del
gusto de ver al niño; además, el niño, dentro de algunos años, trabajaría,
nos ayudaría, ganaría también algo. Han de ser ciento veinte.
La señora de Hubiéres, saltando impacientemente, lo
concedió en seguida. Y como quería llevarse al niño, dio cien francos de
regalo, mientras el caballero extendía y firmaba un documento provisional. El
alcalde y un vecino, a los cuales llamaron aprisa, hicieron de testigos
complacientes.
Y la señora, satisfecha, radiante, se llevó a la criatura,
que berreaba, como se llevaría de un almacén el juguete deseado.
Los Tuhaches, desde la puerta, los vieron alejarse, y
quedaron severos, mudos, arrepentidos acaso de su negativa.
II
No se habló más -del pequeño Juanito Vallin. Sus padres iban cada mes a
cobrar sus ciento veinte francos a casa de un notario, y vivían poco
satisfechos de sus vecinos, porque la mujer de Tubache los llenaba de
improperios, repitiendo sin cesar, de puerta en puerta, que se necesitaba ser
criminal para, vender a un hijo; aquello era un horror, a su juicio y al de las
gentes honradas; una torpeza, una porquería.
Y luego alzaba entre sus brazos a su Carlitos, gritándole,
como si la criatura estuviera en el caso de comprenderlo, y para que todos la
oyesen:
-Yo no te vendí; no soy capaz de venderte, ángel mío. Yo
no vendo a mis hijos. No soy rica, pero no vendo a mis hijos.
Durante algunos años repitió lo mismo todos los días; cada
hora, las alusiones groseras fueron vociferadas para que llegasen a casa de los
vecinos. La Tubache terminó por juzgarse muy superior a todas las madres de
aquellos contornos, porque no había querido ceder a su Carlos como la Vallin
cedió a su Juan.
Y los que hablaban del asunto decían:
-Claro que la proposición era tentadora; rechazándola, se
portó como una buena madre.
La citaban como un modelo, y Carlitos llegó a los dieciocho
años con esta idea repetida sin cesar, considerándose muy superior a los otros
muchachos, porque su madre no quiso venderlo.
Los Vallin, algo aislados, vivían tranquilamente, gracias a
la pensión. Esto .enardecía más los odios y los furores de la familia Tubache,
que luchaba contra la miseria.
Su hijo mayor fue soldado. El segundo murió. Sólo quedaba
Carlos para ayudar a su padre, para procurar el sustento de su madre y dos
hermanas.
Tenía veintiún años, cuando una mañana vio llegar un
lucido coche que se paraba frente a las cabañas. Un caballero joven, con su
cadena de oro, se apeó, ayudando luego a bajar a una señora de pelo blanco.
La señora le dijo:
-Es ahí, en la segunda casa. Hijo mío. Y el joven entró en
la de los Vallin.
La mujer levantaba los manteles. y el hombre dormitaba en un
rincón. Ambos alzaron los ojos. y el joven les dijo:
-Buenos días, papá; buenos días. mamá. Se irguieron los
dos, como espantados. La mujer balbució:
-¿Es nuestro hijo? ¿Es mi Juan? ¿Eres tú?
El joven la estrechó entre sus brazos, besándola Y
repitiendo:
-Buenos días, mamá.
En tanto el hombre, tembloroso, decía con la calma propia de
su carácter:
-¿Ya está el chico de vuelta? -como si lo hubiera visto un
mes antes.
Pasados los primeros momentos, los padres quisieron lucir al
chico; que todos lo vieran. Lo llevaron a casa del alcalde, a casa del cura y a
casa del maestro.
Carlos, desde la puerta de su cabaña los vio pasar.
Por la noche, cenando, les dijo a sus padres:
-Fueron ustedes muy tontos dejando que se llevaran al hijo de
los Vallin.
La madre respondía obstinadamente:
-No quisimos vender a un hijo nuestro.
El padre callaba. El hijo insistió:
-No es muy desagradable que le sacrifiquen a uno como a Juan.
Entonces el padre dijo, encolerizado:
-¿Nos reprochas que no te vendiésemos?
Y el joven respondió, brutalmente:
-Si; lo reprocho. Fueron ustedes unos mentecatos. Padres como
ustedes hacen la desgracia de sus hijos. Merecían ahora que yo los abandonase.
La buena mujer lloraba, gemía, tragando cucharadas de sopa,
vertiendo la mitad.
-¡Y una se mata por criar a sus hijos!
Entonces el mozo exclamó:
-Para lo que soy, me valiera más no haber nacido. Viendo al
otro, me ha dado un vuelco el corazón y he pensado: "¡Así podría ser
yo!". Se levantó, prosiguiendo:
-Lo mejor que puedo hacer es largarme de aquí. No quiero
reprochar a todas horas la conducta de mis padres, que me hundieron en la
miseria. ¡Nunca, nunca se lo perdonaré!
Los dos viejos callaban, aterrados, llorosos.
El muchacho seguía:
-No: esta idea es demasiado triste; prefiero irme a otra
parte, buscar mi vida lejos de aquí.
Abrió la puerta; resonaron voces alegres en el exterior: los Vallin festejaban
a su hijo afortunado. Entonces Carlos, apretando los puños y dando una fuerte
patada en el suelo, miró a sus padres con ojos llenos de ira, diciéndoles:
-¡Miserables! ¡Eh!
Y desapareció entre las negruras de la noche.
FIN
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