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HISTORIA
DE UN PERRO La
prensa respondió unánimemente a la llamada de la Sociedad Protectora
de animales para colaborar en la construcción de un establecimiento
para animales. Sería una especie de hogar y un refugio, donde los
perros perdidos, sin dueño, encontrarían alimento y abrigo en vez del
nudo corredizo que la administración les tiene reservado. Los
periódicos recordaron la fidelidad de los animales, su inteligencia, su
dedicación. Ensalzaron sucesos de asombrosa sagacidad. Es
mi deseo, aprovechando esta oportunidad, contar la historia de un perro
perdido, de un perro vulgar, sin pedigree.
Es una historia sencilla pero auténtica. En
los suburbios de París, a las orillas del Sena, vivía una familia de
ricos burgueses. Poseían una elegante mansión con un gran jardín,
caballos, carruajes y muchos criados. El
cochero se llamaba François. Era un individuo de origen campesino, un
poco corto de inteligencia; grueso, embotado…, pero de buen corazón. Una
noche, en la que regresaba a la casa de sus amos, un perro comenzó a
seguirle. En un principio ignoró al animal, pero la obstinación de éste
y el hecho de seguirlo tan de cerca, hizo que el cochero se
volviese…Miraba al can intentando reconocerlo, pero no…nunca lo había
visto. Se
trataba de una perra de una terrible delgadez, con unas enormes ubres
colgantes. Trotaba detrás del hombre en un estado lamentable; la cola
apretada entre las piernas y las orejas pegadas contra la cabeza. François
se detuvo. Lo mismo hizo la perra. François reanudó la marcha y la
perra siguió tras él. Deseó
desprenderse de aquel esqueleto de animal y gritando: “¡Vete…Aléjate
de mi!, la perra se movió dos o tres pasos hacia atrás y se detuvo
apoyándose sobre sus patas traseras, pero tan pronto el cochero se
volvió, ésta volvió a seguirlo. Él
hizo ademán de recoger unas piedras y el animal se alejó con
velocidad, con una gran sacudida de sus ubres, pero volvió
inmediatamente la persecución tan pronto el hombre se dio vuelta. Entonces
el cochero llamó a la perra. El animal se acercó tímidamente con la
espina dorsal doblada como un círculo y todas las costillas marcándose
en la piel. Acarició el relieve de los huesos y movido por compasión
dijo: “Está bien…ven” Como
si lo hubiese entendido, el animal movió la cola alegremente y se
dispuso a caminar, ahora confiado, delante de él. Lo
instaló en el pajar del establo; luego fue a la cocina para buscar un
poco de pan. Al
día siguiente, los amos fueron informados por el cochero de que había
dado cobijo al animal, sin que éstos pusieran reparos a que lo
conservara. Sin
embargo la presencia de la perra en la casa se convirtió pronto en un
motivo de apuros y conflictos incesantes. Estaba
constantemente en celo y durante todo el año los aspirantes con cuatro
patas asediaban la residencia. Estaban en el camino, delante de la
puerta, se introducían por entre los setos del jardín, destrozaban las
plantas, rasgaban las flores y sus continuas idas y venidas exasperaban
al jardinero. Día y noche era un concierto de aullidos y de batallas
sin fin. Los
amos incluso llegaron a encontrar en la escalera perros de todas razas,
pequeños con la cola recortada, perros grises, merodeadores de las
calles que viven de la basura, enormes perros de raza Terranova con los
pelos rizados… François
la llamaba “Cocote” y bien que hacía honor a su nombre. Se reproducía
con una facilidad pasmosa y tenía camadas de perros de todas las
especies. Cada cuatro meses el cochero tenía que sacrificar la grey de
cachorros ahogando a los pequeños seres arrojándolos a un pozo acuífero. Cocote,
con el tiempo, había llegado a ser enorme. Tras su antigua delgadez,
ahora era obesa, con un vientre inflado debajo del cual sus largas
ubres, sacudiéndose, siempre se arrastraban. Tan gorda estaba que se
extenuaba tras caminar diez minutos. El
cochero solía decir: “es un buen animal pero a fe mía que deja el
pozo fuera de servicio” El
jardinero se quejaba a diario, la cocinera hacía otro tanto, pues
encontró perros debajo se su horno, debajo de las sillas, en el arcón
del carbón; robaban todo lo que se encontraban. El
amo pidió a François que se liberara de Cocote. El
criado, desesperado, gimió, pero tuvo que obedecer. Ofreció la perra
a todos sus conocidos pero nadie la deseaba. Intentó perderla.
Un representante de ventas la llevó lejos en el cabestrante de su
coche, pero una vez sola siempre encontraba el camino de regreso y, a
pesar de su barriga que se caía, volvía siempre a acostarse en su
reservado del establo. Pero
el amo no consintió más y molesto, llamó a François, al que dijo
gravemente y encolerizado: “Si usted no se deshace de este animal
antes de mañana, lo despido de inmediato…¿está claro?” Quedó
consternado ya que adoraba a Cocote. Reflexionó y llegó a la conclusión
de que era imposible conseguirle un nuevo hogar porque nadie quería
estar cerca de esta perra seguida de un regimiento de canes. Así que
era necesario tomar medidas: no podía colocarla, no podía perderla; el
río era la única solución. Entonces
pensó en dar veinte peniques a alguien para que hiciese el trabajo.
Pero a este pensamiento sobrevino un agudo dolor, ya que otra persona
tal vez no tendría el cuidado de no hacer sufrir al animal y por tanto
decidió realizar la ejecución él mismo. Esa
noche no pudo dormir. Al
amanecer se levantó y, tomando una fuerte cuerda, fue a buscar a
Cocote…La perra se levantó lentamente, sacudió su rabo y estiró sus
miembros celebrando la llegada de su amo. Él
se sentó y subiéndola a sus rodillas, la acarició un largo rato,
luego le puso la correa y el bozal diciendo: “vamos”. La perra agitó
la cola creyendo que iba a dar un paseo. Llegaron
al río. François
eligió un lugar en donde parecía que había suficiente profundidad. Entonces
ató un extremo de la cuerda al cuello del animal y, recogiendo una gran
piedra, la unió al otro extremo. Tras esto tomó la perra en sus brazos
y la besaba furiosamente, como si se tratase de una persona de la que
uno se despide. La
sostuvo apretada contra su pecho, y la perra le lamía con satisfacción. Diez
veces intentó arrojarla, pero le faltaron fuerzas. Pero en un intento,
con decisión repentina, hizo acopia de toda su fuerza y la lanzó lo más
lejos posible. Flotó
un segundo, luchando, intentando nadar como cuando era bañada…pero la
piedra la empujó al fondo; tenía una mirada de angustia y su cabeza
desapareció en primer lugar, mientras que sus patas, saliendo del agua,
todavía se agitaban. Entonces aparecieron algunas burbujas de aire en
la superficie…François creyó ver a la perra un instante cuando el
cauce torcía en una zona fangosa del río. Casi
se vuelve loco y durante un mes estuvo enfermo, torturado por la memoria
de Cocote La
había ahogado hacia finales de abril. Tras
un largo tiempo se recobró Finalmente
apenas pensaba en ello cuando, a mediados de junio, sus amos decidieron
ir a Ruán a pasar el verano. Una
mañana, como hacía mucho calor, François decidió ir a bañarse en
las orillas del río. Al entrar en el agua, un olor nauseabundo le hizo
mirar a su alrededor, cuando observó entre unas cañas, el cuerpo de un
perro en estado de putrefacción. Se
acercó sorprendido por el color del pelo. Una cuerda descompuesta todavía
apretaba su cuello. Era su perra, Cocote, arrojada por la corriente a
sesenta millas de Paris. Él
seguía de pie, con el agua hasta sus rodillas, trastornado, como si se
tratase de un milagro. Se
volvió medio loco de repente, comenzando a caminar al azar, con la
cabeza perdida. Vagó todo el día y perdió el camino que jamás volvió
a encontrar. Nunca volvió a atreverse a tocar un perro. Esta
historia no tiene más que un mérito: es verdadera, enteramente
verdadera. Sin
la dramática reunión del amo y el perro muerto, al cabo de seis
semanas y a sesenta millas de distancia, jamás hubiéramos
conocido esta historia, sin duda; ¡porque
cuantos animales pobres, sin abrigo, vemos todos los días! Si
el proyecto de la Asociación protectora de animales tiene éxito, al
menos disminuiremos la presencia de estos cadáveres con cuatro patas
arrojadas a los cauces de los ríos. Traducido
por José Manuel Ramos González especialmente
para http://www.iesxxunqueira1.com/maupassant. I.E.S.
A Xunqueira I. Pontevedra. Diciembre 2003 |