UN NORMANDO
Por Guy de Maupassant
Acabábamos de dejar a Ruán y marchábamos a trote largo por la carretera de
Jumiéges. El coche avanzaba ligero, cruzando praderas; al empezar a subir la
cuesta de Cantaleu, el caballo se. puso al paso.
Se descubre desde allí uno de los espléndidos panoramas del
mundo. A nuestras espaldas, Ruán, la ciudad de las iglesias y de las torres
góticas, cinceladas con minuciosidad de figurillas de marfil; delante, Saint-Sever,
el barrio de las fábricas, que yergue al cielo sus mil chimeneas humeantes
frente por frente de las mil torrecillas sagradas de la vieja ciudad. Aquí, la
flecha de la catedral, cúspide de la más elevada de los monumentos humanos, y
allá, la "bomba de Fuego", de "El Rayo", su rival, tan
gigantesca como ella, y que sobrepasa en un metro a la más alta de las
pirámides de Egipto.
Frente a nosotros se alargaba el Sena, ondulante, salpicado
de islas, costeado a la derecha por blancas escarpas que corona un bosque, y a
la izquierda, por praderas anchísimas, que también limita un bosque, allá al
fondo, muy lejos.
De trecho en trecho, grandes barcos anclados a lo largo de
las riberas del -ancho río. Tres enormes vapores desfilaban uno tras otro rumbo
al Havre; y un rosario de embarcaciones, formado por un buque de tres palos, dos
goletas y un bergantín, subía río arriba, hacia Ruán, arrastrado por un
pequeño remolcador, que despedía una humareda negra.
Mi acompañante, natural de la región, no se molestaba
siquiera en mirar tan extraordinario paisaje; se limitaba a sonreír; parecía
estar gozando de antemano con otra cosa. Y de pronto exclamó:
-Va usted a ver en seguida una cosa curiosa la capilla de San
Mateo. Eso sí que es gloria pura, amigo mío.
Lo miré con sorpresa, y él siguió diciendo:
-Voy a ponerle en las narices algo típicamente normando, tan
de la tierra, que se le va a hacer la boca agua por mucho tiempo. El tío Mateo
es el más gallardo normando de la provincia, y su capilla, una de las
maravillas del mundo, y no quito ni una letra; pero antes quiero adelántarle
una pequeña explicación. El tío Mateo, conocido también por "La
Cuba", es un antiguo sargento primero que se ha retirado a vivir en su
tierra. En él se dan, en la proporción necesaria para componer un conjunto
perfecto, la fanfarronería del que ha sido soldado largos años y la picardía
astuta del normando. Gracias a múltiples patronazgos y artimañas
inverosímiles, llegó a ser, al instalarse de nuevo en su país, guarda de una
capilla milagrosa, una capilla puesta bajo la advocación de la Virgen, y que
frecuentan, sobre todo, las solteras que han quedado embarazadas. El tío Mateo
ha bautizado la milagrosa imagen con el nombre de Nuestra Señora del Bombo, y
habla de ella con una familiaridad chocarrera, que no excluye hasta cierto punto
el respeto. Ha hecho imprimir una plegaria especial, obra de su propio ingenio,
dirigida a su Bondadosa Virgen.
La tal plegaria es una obra maestra de ironía no calculada,
de ingeniosidad normanda, que mezcla la chanza con el miedo al
"Santo", el miedo supersticioso o un algo que puede ejercer influencia
secreta. No cree ciegamente en su Patrona, pero un poquito sí, por prudencia; y
le guarda ciertos miramientos, por lo que pudiera ser.
Esta sorprendente plégaria empieza así:
"¡Oh, Señora bondadosa, Santa Virgen Maria, Patrona
natural de las doncellas-madres, en este pueblo y en todo el orbe, extended el
manto de vuestra protección sobre esta servidora vuestra, que ha pecado en un
descuido... "
La plegarla termina de la siguiente manera: -
"Y, sobre todo, ¡oh, Santísima Virgen, no olvidéis
recomendarme a vuestro Santo Esposo, e interceded con Dios Padre a fin de que me
conceda un buen marido, que se parezca al vuestro."
El clero de la región ha prohibido que circule esta
plegaria, pero él la vende bajo cuerda y se dice que las que la recitan con
devoción salen favorecidas.
En una palabra, el tío Mateo habla de su Virgen igual que
hablaba cierto lacayo de un príncipe al que todos temían y de cuyos pequeños
secretos íntimos él era confidente. Sabe, a propósito de la intercesión de
su Patrona, una cantidad de anécdotas divertidas, y cuando está bebido, -se
las suele contar en voz baja a sus amigos.
Usted mismo va a tener ocasión de tratarlo.
Pareciéndole escasas las ganancias que le reportaba la
Patrona, agrandó el comercio principal con un anexo de santos. Los tiene todos
o casi todos. Como en la capilla no hay sitio suficiente para tenerlos
expuestos, almacena los sobrantes en la leñera, sacándolos de allí cuando se
los pide algún devoto. El mismo cinceló en madera sus imágenes, de una
comicidad inimaginable, y las pinto de verde, aprovechando la pintura con que
estaba acicalando su casa.
Sus santos curan, en general, todas las. enfermedades; pero
cada cual tiene su especialidad. Hay que tener cuidado de no cometer a este
respecto errores o confusiones, porque en cuanto a jurisdicción son tan celosos
como los comediantes.
Para no caer en falta, las viejas devotas consultan sus casos
con el tío Mateo.
-¿Qué santo es el más seguro para el dolor de oídos? Y
les contesta que San Osimo es bueno; pero tampoco -Santa Pánfila lo hace mal.
Pero el tío Mateo no se limita a eso.
Le sobra tiempo, después de atender a su obligación, y
bebe; pero bebe como un especialista, como un convencido, y por la noche está
indefectiblemente borracho.
Su borrachera no lo atonta; tan despierta conserva la cabeza
que anota todos los días el grado exacto de aquélla. Vive sobre todo para eso;
lo de la capilla pasa a segundo término.
Ha inventado - ¡abra el oído y agárrese! - el
borrachímetro.
El instrumento no tiene existencia real, pero las
observaciones de Mateo tienen precisión matemática.
Le oirá usted decir, por ejemplo: "Desde el lunes he
pasado de los cuarenta y cinco." O quizá: "Estaba entre los cincuenta
y dos y los cincuenta y ocho." O bien: "Llegaría a los setenta o a
los ochenta."
Cuando no: "Diablo de instrumento, cuando más tranquilo
estaba creyéndome en los cincuenta, miro y veo que llegaba a los setenta y
cinco."
No se equivoca nunca. Asegura no haber llegado jamás al
metro, pero como reconoce que después de los noventa no puede responder de la
exactitud de sus observaciones, no hay que fiarse demasiado. Ahora que, cuando
él dice que no ha pasado de los noventa, hay base para creer que tenía una
borrachera monumental.
Su mujer, Melia, tan pintoresca como el marido, monta en
cólera cuando él llega a casa en tal estado; se planta en la puerta y vocifera
como loca:
-¡Ya estás aquí, cochino, puerco, borracho indecente! El
tío Mateo se pone entonces serio, se p1anta en jarras frente a ella, y le dice
en tono severo:
-Cállate, Melia; no es esta hora de conversación Espera a
mañana.
Y si ella sigue vociferando se acerca y le grita con voz
amenazadora:
-No ladres, que estoy en los noventa; ya no funciono; me
entran ganas de pegar. Ten cuidado, Melia!
La mujer, entonces se bate en retirada. Si al día siguiente
intenta volver sobre el tema, se le ríe en las narices y le contesta:
-¿Quién se acuerda ya de eso? Lo pasado, pasado. Mientras
no llegue al metro, no pasa nada. Si paso del metro, entonces, sí, castígame;
te doy permiso, palabra de honor.
Habíamos llegado al punto más alto de la cuesta. La carretera se adentraba en
el admirable bosque de Róurnare.
-El otoño, el maravilloso otoño, salpicaba de oro y de
púrpura los verdores que todavía conservaban su lozanía, como si el cielo
hubiese derramado en la espesura de los bosques chorreones de sol fundido.
Atravesamos a Duclair, pero en lugar de seguir hacia
Jumiéges, mi amigo dobló hacia la izquierda, tomó un atajo y sé metió en la
espesura.
Al poco rato volvimos a descubrir desde lo alto de una gran
colina el valle magnífico del Sena y el río tortuoso que describía meandros a
nuestros pies.
Teníamos a nuestra derecha un pequeño edificio, con techo
de pizarra, coronado por un campanario de la altura de una sombrilla. Estaba
adosado a una linda casita de persianas verdes, revestida de madreselvas y de
rosales.
Oímos un vozarrón que gritaba:
.-¡Sean bienvenidos los amigos!
Y Mateo apareció en la puerta. Era un hombre de sesenta
años, flaco, de barba corta y largos bigotes blancos.
Mi acompañante le dio un apretón de manos, hizo mi
presentación; Mateo nos pasó a una habitación fresca, que servía de cocina y
de comedor. Dijo cuando entramos:
-Mi casa no es elegante La verdad es que a mí me gusta estar
cerca de los guisos. Se siente uno como acompañado entre las cacerolas.
Se volvió hacia mi amigo:
-¿Cómo se le ha ocurrido venir en jueves? Ya sabe usted que
es el día de consulta de mi Patrona. No podré salir de aquí esta tarde.
Corrió a la puerta y lanzó como un bramido formidable:
"¡Meliaaa!" que debió sobresaltar hasta a los marineros de los
barcos que subían y bajaban por la ría, allá en lo más hondo del valle.
Melia se hizo la desentendida. Mateo nos hizo un guiño
picaresco.
-No está de buenas conmigo, porque ayer llegué con los
noventa.
Mi acompañante se echó a reír.
-¿Dice usted que con los noventa? Y ¿cómo fue eso, amigo
Mateo?
Este contestó:
-Se lo voy a explicar. El año pasado' no encontré sino
veinte cargas de manzana albaricoquera. No había más; pero como no hay esa
clase de manzana para hacer sidra, me dio para llenar una cuba y se me ocurrió
probarla ayer. Un verdadero néctar; ya me lo dirán ustedes. Estaba conmigo
Palito, nos ponemos a echar un trago, luego echamos otro, sin llegar a saciarnos
-es como para estarse bebiendo hasta el día siguiente-, y de trago en trago
llegué a sentir frío en el estómago. Le dije a Palito:
-¿Qué te parecería un vaso de aguardiente para entrar en
calor?
No le pareció mal. Pero este aguardiente fino le quema a uno
las entrañas, y hubo que volver a la sidra. De lo frío a lo caliente y de lo
caliente a lo frío; compruebo de pronto que estoy en los noventa. Polito no
andaba lejos del metro...
Se abrió la puerta. Apareció Melia y, sin saludarnos
siquiera, le soltó:
-Grandísimo cochino, los dos estabais por encima del metro.
El tío Mateo se enfadó al oírla.
-No digas eso, Melia; no digas eso. Yo no he llegado jamás
al metro.
Nos prepararon un almuerzo apetitoso, a la sombra de dos
tilos. delante de la puerta. al lado de la capillita de Nuestra Señora del
Bombo, y frente al paisaje inmenso. Mateo, con una mezcla de zumba y credulidad
auténtica nos contó inverosímiles historias de milagros.
Habíamos bebido una buena cantidad de sidra deliciosa,
agridulce fresca, que se subía a la cabeza y que era la bebida preferida de
Mateo; estábamos fumando nuestras pipaas, a horcajadas en las sillas, cuando se
presentaron dos devotas mujeres.
Eran viejas, apergaminadas, encorvadas. Después de saludar,
le pidieron el San Blanco. Mateo nos hizo un guiño y contestó:
-Ahora mismo se lo saco.
Y se metió en la leñera. No le vimos en cinco minutos, y
cuando salió traía expresión consternada. Alzó los brazos.
-No sé dónde está, no lo encuentro y, sin embargo, estoy
seguro de que lo tenía.
Hizo tornavoz con las manos y volvió a mugir:
-¡Meliaaa!
Su mujer le contestó desde el fondo del corral:
-¿Qué pasa?
-¿Dónde has puesto a San Blanco, que no lo encuentro en la
leñera?
Melia voceó esta explicación:
-¿No será el que cogiste la semana pasada para tapar con
él un agujero de la conejera?
Mateo se estremeció.
-¡ Rayos y centellas! Puede que sí. Entonces les dijo a las
mujeres:
-Acompáñenme.
Le siguieron y nosotros también, reventando de ganas de
reír.
En efecto, San Blanco, clavado en el- suelo como una estaca,
manchado de barro y cieno, servía de esquina a la Conejera.
Las dos devotas se arrodillaron en cuanto lo vieron, hicieron
la señal de la cruz y empezaron a recitar oraciones. Pero Mateo les dijo
apresuradamente:
-¡Un momento! Estáis arrodilladas en el barro; voy a
poneros un buen haz de paja.
Trajo paja y les arregló una especie de reclinatorio. Se
quedó luego mirando al embarrado santo y pareciéndole que podía redundar en
descrédito de su comercio, agregó:
-Voy a arreglárselo un poco.
Echó mano a un cubo de agua y a un cepillo y refregó con
energía la figura de madera, mientras las dos viejas seguían rezando.
Acabada su labor dijo:
-Ya está todo en buena disposición -y nos llevó a echar
otro trago.
Al llevar el vaso a la boca se detuvo, y nos habló con
alguna turbación.
-La verdad es que cuando puse a San Blanco en la conejera fue
porque creí que ya no daría dinero. Llevaba dos años sin que nadie me lo
pidiese. Pero, ya ven ustedes, los santos nunca pasan del todo.
Bebió y luego siguió hablando:
-Ea, echemos un trago más. Cuando uno está entre amigos
tiene que subir por lo menos hasta los cincuenta; hasta ahora sólo ando por los
treinta y ocho.
FIN
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