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DIARIO DE UN VIAJERO
Las
siete. Un pitido; partimos. El tren pasa sobre las plataformas giratorias,
con el ruido que hacen las tormentas en el teatro; después se adentra en
la noche jadeando, soplando su vapor, iluminando de reflejos rojos muros,
setos, bosques y campos.
Somos seis, tres en cada asiento, bajo la luz del quinqué. En
frente de mi, una rolliza señora con un rechoncho señor, un viejo
matrimonio. Un jorobado está en la esquina izquierda. A mi lado, un joven
matrimonio, o al menos una joven pareja. ¿Están casados? La joven es
hermosa, parece modesta, pero está demasiado perfumada. ¿Qué perfume es
éste? Lo conozco pero no lo determino. ¡Ah! Ya caigo. Piel
de España.
Esto no dice nada. Esperamos.
La gruesa señora mira fijamente a la joven con un aire de
hostilidad que me da que pensar. El grueso señor cierra los ojos. ¡Ya!
El jorobado se enrolla como un ovillo. Ya no veo donde están sus piernas.
No percibimos nada más que su mirada brillante bajo un gorro griego con
borla roja. Después se sumerge en su manta de viaje. Se diría un
paquetito arrojado sobre el asiento.
Únicamente la vieja señora permanece despierta, suspicaz,
recelosa, como un guardián encargado de vigilar el orden y la moralidad
del vagón.
Los jóvenes permanecen inmóviles, las rodillas envueltas en el
mismo chal, los ojos abiertos, sin hablar; ¿están casados? Yo
finjo dormir pero estoy al acecho.
Las nueve. La señora gruesa va a sucumbir; cierra los ojos una vez
tras otra, inclina la cabeza hacia el pecho y
vuelve a levantarla bruscamente. Ya está. Duerme. ¡Oh
sueño, misterio ridículo que confiere al rostro los aspectos más
grotescos, tu eres la revelación de fealdad humana. Tu haces aparecer
todos los defectos, las deformidades y las taras! Tu haces que cada cara
tocada por ti se transforme rápidamente en una caricatura. Me
levanto y extiendo el ligero
velo azul sobre el quinqué. Después me adormezco. De
vez en cuando, la parada del tren me despierta. Un empleado grita el
nombre de una ciudad, después volvemos a partir. Llega
la aurora. Seguimos el Ródano, que desciende hacia el Mediterráneo. Todo
el mundo duerme. Los jóvenes están abrazados. Un pie de la joven ha
salido del chal. ¡Tiene medias blancas! Es normal: están casados. No
huele bien en el compartimento. Abro una ventana para renovar el aire. El
frío despierta a todo el mundo, con excepción del jorobado que ronca
como un tronco bajo su manta. La
fealdad de los rostros se acentúa más bajo la luz del nuevo día. La
señora gruesa, roja, despeinada, horrorosa, echa una mirada circular y
malvada a sus vecinos. La joven mira sonriendo a su compañero. ¡Si no
estuviera casada primero habría mirado a su espejo! Llegamos
a Marsella. Veinte minutos de parada. Desayuno. Partimos de nuevo. Tenemos
al jorobado de menos y dos viejos señores de más. Entonces,
los dos matrimonios, el viejo y el joven, desempacan provisiones. Pollo
por aquí, ternera fría por allá, sal y pimienta en papel, pepinillos en
un pañuelo, ¡todo lo que nos puede quitar las ganas de las comidas
durante la eternidad! No conozco nada más común, más grosero, más
inconveniente, más de mal gusto que comer en un vagón donde se
encuentran otros viajeros. Si
hiela, ¡abrid las puertas! Si hace calor, ¡cerradlas y fumad pipa así
tuvierais horror al tabaco; poneos a cantar, ladrad, liberaros a las
excentricidades más molestas, sacad vuestros botines y vuestros
calcetines y cortad las uñas de los pies; procurad, en fin, devolver a
estos vecinos maleducados la moneda de su saber vivir. El
hombre precavido trae un frasco de bencina o de petróleo para derramarla
sobre los cojines tan pronto como uno se pone a cenar a su lado. Todo está
permitido, todo es demasiado suave para los groseros que os envenenan con
el olor de su pienso. Seguíamos
el mar azul. El sol cae en lluvia sobre la costa
poblada de las sugestivas ciudades. He
aquí Saint-Raphaël. Allá
abajo Saint-Tropez, pequeña capital de este desconocido desierto y
encantador país que denominan las Montañas de los Moros. Un gran río,
sobre el cual ningún puente se había construido, el Argens, separa del
continente esta isla casi salvaje, donde se puede caminar un día entero
sin encontrar un ser, donde los pueblos encaramados en lo alto de los
montes han permanecido como antiguamente, con sus casas orientales, sus
arcadas, sus puertas cimbradas, esculpidas y bajas. Ningún
ferrocarril, ningún coche público penetra en estos maravillosos y
arbolados pequeños valles. Únicamente una antigua diligencia lleva el
letrero de Hyères y de Saint-Tropez. Pasamos
rápidamente. Aquí Cannes, tan hermoso al borde de sus dos golfos, en
frente de las islas de Lérins que serían, si se las pudiese unir a la
tierra, dos paraísos para las enfermedades. Ahí
el golfo de Juan; la escuadra acorazada parece dormida sobre el agua. Niza.
Han hecho, parece ser, una exposición en esta ciudad. Vamos a verla. Seguimos
un boulevard con aspecto de
marisma y llegamos, sobre una elevación, a un edificio de gusto dudoso y
que se parece, en pequeño, al gran palacio de Trocadero. Allá
dentro, algunos paseantes en medio de un caos de cajas. La
exposición, abierta desde hace ya tiempo, estará lista sin duda, para el
año próximo. El
interior sería bonito si estuviera terminado. Pero...eso está lejos. Dos
secciones me atraen sobre todo: “los comestibles y las bellas artes”.
¡Ay! He aquí cuantiosos frutos confitados de Grasse, caramelos, miles de
cosas exquisitas para comer... Pero... está prohibido venderlos... Solo
se les puede mirar. ¡Y esto para no perjudicar al comercio de la ciudad!
Exponer dulzainas por el simple placer de mirar y con prohibición de
probarlas me parece ciertamente una de las más bellas invenciones del espíritu
humano. Las
bellas artes están... en preparación. Se han abierto, sin embargo,
algunas salas donde se pueden observar unos muy hermosos paisajes de
Harpignies, de Guillemet, de Le Poittevin, un soberbio retrato de la Srta.
Alice Regnault de Courtois, un delicioso Béraud, etc...El resto...después
de desembalaje. Como
cuando se visita es necesario visitar todo, quiero darme el gusto de una
ascensión libre y me dirijo hacia el globo del Sr. Godard y Cía. El
mistral sopla. El aerostato se balancea de forma inquietante. Después se
produce una detonación. Son las cuerdas del entramado
que
se rompen. Se prohíbe al público la entrada al recinto. A mí me ponen
igualmente en la puerta. Me
subo a mi coche y observo. De
segundo en segundo, algunos nuevos cabos crujen con un singular ruido, y
la piel marrón del balón se esfuerza por salir de la mallas que la
retienen. Después, de repente, bajo una ráfaga más violenta, un desgarrón
inmenso abre de abajo a arriba la enorme bola volante, que se abate como
una tela flácida, reventada y muerta. Cuando
me despierto, al día siguiente, pido que me traigan los periódicos de la
ciudad y leo con estupor:” La tempestad que reina actualmente sobre
nuestro litoral ha obligado a la administración de los globos cautivos y
libres de Niza, para evitar un accidente, a desinflar su gran aerostato. “El
sistema de desinflado que ha empleado el Sr. Godard es una de sus
invenciones que le hacen el más grande honor.” ¡Oh!
¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Qué
bravo público! Toda
la costa del Mediterráneo es la California de los farmacéuticos. Hace
falta ser diez veces millonario para osar comprar una simple caja de pasta
pectoral a estos comerciantes maravillosos que venden
la azufaita (jujube) a precio de diamantes. Se
puede ir de Niza a Mónaco por la Corniche, siguiendo el mar. Nada más
hermoso que esta ruta esculpida en la roca, que rodea los golfos, pasa
bajo bóvedas, corre y discurre en le flanco de la montaña en medio de un
paisaje admirable. Aquí
está Mónaco sobre su peñasco, y, detrás, Montecarlo...¡jo!...cuando
uno ama el juego, comprendo que se adore a esta bonita pequeña ciudad. ¡Pero
qué sombría y triste es para los que no juegan en absoluto! No se
encuentra en ella ningún otro placer, ninguna distracción. Más
lejos, está Menton, el punto más cálido de la costa y el más
frecuentado por los enfermos. Allá, las naranjas maduran y los
tuberculosos sanan. Cojo
el tren de noche para volver a Cannes. En mi vagón dos damas y un marsellés
que cuenta obstinadamente dramas del ferrocarril, asesinatos y robos.
“...Conocí a un Corso, señora, que venía a París con su hijo. Hablo
de hace tiempo, era en los primeros tiempos de la línea P.-L.-M. Subo con
ellos, puesto que éramos amigos, y hete aquí que partimos. El
hijo, que tenía veinte años, no se cansaba de ver correr el convoy , y
permanecía todo el tiempo colgado de la puerta para mirar. Su padre le
decía sin cesar: “¡Eh!,
ten cuidado, Mateo, no te inclines demasiado, que te podrías lastimar.”
Pero el chico no respondía nada.”
Yo
le decía a su padre: “Té,
déjalo, si eso le divierte.” Pero
el padre volvía: “Vamos,
Mateo, no te cuelgues así.” Entonces,
como el hijo no entendía, le agarró por su traje para hacerle entrar de
nuevo en el vagón, y él tiró. Pero
entonces el cuerpo nos cayó sobre las rodillas. Ya no tenía cabeza, señora,...había
sido cortada por un túnel. Y el cuello ya ni siquiera sangraba; todo se
había derramado a lo largo del camino...” Una
de las damas emitió un suspiro, cerró los ojos, y se derrumbó hacia su
vecina. Había perdido el conocimiento...
Traducido
por María Rodríguez Fernández especialmente para en Pontevedra, Febrero 2004 |