"LAS VELADAS DE MÉDAN" Y GUIDO DE MAUPASSANT
por Emilia Pardo Bazán
En un volumen, Las veladas de Médan, reunió el cenáculo sus cuentos de
la invasión y de la guerra. No figuran en este libro ni Daudet, ni Flaubert, al
cual no se le informó del proyecto de publicación. Los autores son Maupassant,
Huysmans, Enrique Céard, Pablo Alexis y León Hennique. Encabeza el volumen un
cuento largo de Zola, El ataque al molino.
Según Maupassant refiere, encontrábase el cenáculo reunido
en la quinta de Médan, propiedad de Zola. Divertíanse en pasear, en pescar, en
remar, aprovechando el hermoso tiempo. Y como si fuesen caballeros florentinos
contemporáneos de Bocaccio, convinieron en contarse historietas a la luz
de la luna, variaciones sobre un tema único. El tema lo señaló Zola,
refiriendo la primera noche el episodio del molino del tío Merlier, que tan
gallardamente resistió a los prusianos. Por entonces -hacia 1875- la guerra, la
derrota obsesionaban. El cuento de Zola estaba escrito ya.- Zola, conviene
advertirlo, explica el origen del libro de distinto modo; la nota que inserta al
frente da por casual e impensada la aparición de los cuentos, "procedentes
de una idea única y empapados en la misma filosofía, por lo cual los
reunimos". Más verosímil parece la versión de Maupassant. La consigna de
los discípulos era hacer cuentos "antipatrióticos"; pero el libro
respira ese patriotismo sangrante y amargado de que hablé (en medio de
intenciones satíricas contra el Ejército, o, mejor dicho, contra sus jefes). Y
el cuento de Zola es, de todos, el más chauvin.
Ahora bien; al salir a luz el tomo sucedió que el cuento de
Maupassant, Pella de sebo, se comió a los restantes, y que el joven
autor, que no había publicado hasta entonces sino versos, se encontró célebre
de la noche a la mañana.
El título del cuento de Maupassant, en francés Boule de
suif, ha solido traducirse en castellano por Bola de sebo. Más
castizo me parece pella. También recordaré que, al hablar por primera
vez en España de Maupassant, traduje su nombre de pila, en francés Guy, por
Guido. Escandalizáronse varios críticos de gacetilla. Sin embargo, a cada
momento decimos Guido Reni, Guido de Lusignan, Guido Cavalcanti, Guido de
Arezzo. Sólo de Maupassant, por lo visto, ha de escribirse Guy, que es como si
en vez de Alfonso Daudet dijésemos Alphonse, y en lugar de Gustavo Flaubert,
Gustave.
El momento en que Maupassant debió a una obra breve entrar
en las letras por la puerta grande, ya hemos dicho que era propicio al cuento.
La gente, ocupada y preocupada, quería leer aprisa, y los diarios inauguraban
el reinado del cuento, que todavía dura. En librería siguieron y siguen
vendiéndose más las novelas; en la publicación diaria y semanal, el cuento
domina: por algún tiempo va a perder favor el folletín-, hasta que lo veamos
resucitar con la novela policíaca.
En Francia, el cuento era una tradición castiza, no
interrumpida, y había dado a su literatura obras maestras. Desde el siglo XII,
las leyendas devotas y los licenciosos fabliaux, que son cuentos rimados, asoman
y florecen. Una pléyade de cuentistas se levanta agitando los cascabeles de la
risa; Noel du Fail narra sus "eutropelias", des Périers sus "joyeux
devis", Tallemant des Réaux sus "historietas", Lafontaine sus
anécdotas con moraleja y sin moral, Perrault sus deliciosas niñerías.
Maupassant procede de todos estos (sin pretenderlo, claro es), y, al mismo
tiempo, practica el arte en su actualísima forma. Otros -Balzac, por ejemplo, y
más recientemente, de un modo burdo, Armando Silvestre-, remontarán esa
corriente nacional, y tratarán de soldarse a la cadena de los viejos
cuentistas, a los autores de facecias enormes y bufonadas indecorosas, a los
preferidos de la reina Margot; pero Maupassant, que sin dejar de ser naturalista
es un clásico, si no rehuye lo escabroso y hasta lo crudo, como reconoce
Lemaître, no se encierra en un solo tema, ni suelta la resonante risa optimista
del Renacimiento. Sus cuentos, que le han inmortalizado, no son meramente de
gorja: hieren otras cuerdas dramáticas, dolorosas, irónicas: la lira humana.
Guido de Maupassant, que nació a mediados del siglo, no
lejos de Dieppe, de familia distinguida, era de oriundez lorenesa y normanda. El
aspecto regional de su obra pertenece a Normandía. -Su madre, Laura le Poitevin,
mostró suma afición a las letras y al estudio; su tío, Alfredo Le Poitevin,
daba esperanzas de poeta, que no realizó, por haber muerto joven. Los dos
hermanos eran íntimos amigos de Gustavo Flaubert, el cual profesaba
sinceramente la amistad, como excelente hombre que era, a pesar de sus
aparatosas ferocidades y afectado menosprecio al género humano. Así, durante
toda la vida de Flaubert, le hallamos protegiendo, aconsejando, fomentando la
vocación de Guido, introduciéndole en el mundo literario, relacionándole con
las eminencias, y tomándose por él interés semipaternal; echándose a llorar,
cuando Maupassant le dedica un libro. Es el ejemplo, es la enseñanza, son las
continuas advertencias y excitaciones de Flaubert, lo que cría y desarrolla el
germen de un talento poderoso, sacando del deportista, del sensual y disipado
mozo que fue Maupassant, el laborioso y fecundo escritor. La madre, por su
parte, coopera a este resultado con tenaz perseverancia. Y lo mismo Flaubert que
la señora Le Poitevin, parten de un error sentimental: obsesionados por la
memoria del malogrado Alfredo, sueñan con que Guido sea poeta, y obtenga la
gloria que a Alfredo arrebató la muerte.
Maupassant, dócil a las amantes influencias, en efecto se
consagra a rimar. Si no es por la noche de luna de Médan, acaso no hubiese
conocido su verdadera vocación.
Desde su primera juventud, Maupassant, mostrando desvío al
estudio, o mejor dicho al estudio metódico, y fogoso como "un potro
suelto" -la frase es de su madre- vagó por campos y playas, compartiendo
las faenas de marineros y pescadores, trincando con labriegos y ganaderos,
corriendo la tuna, goloseando, como él dice, la vida. Ebrio de aire libre y de
brisas de mar, cazando y pescando, familiarizado con el pueblo, prefiriendo su
compañía, era un nómada en gustos y aficiones. La guerra de 1870 le
soliviantó: se enganchó voluntariamente, e hizo la campaña. Esta etapa le dio
después asunto para sus cuentos, y el recuerdo de la retirada del cuerpo de
ejército en que Guido servía, encabeza la novelita Pella de sebo.
Más adelante, al trasladarse Maupassant a París -sobre la
base de un modesto empleo en el Ministerio de Marina, a fin de consagrarse a las
letras-, no renuncia a sus deportes favoritos, antes el sedentarismo de la
oficina parece exacerbar su ansia de ejercicio violento y libertad física. Hay
que notarlo, porque los críticos, fijándose acaso más en el género de vida
de Maupassant que en sus textos, ensalzaron siempre el equilibrio, la sanidad de
su literatura -¡y la sanidad, realmente, no ha abundado, en el siglo XIX, entre
los grandes, escritores de Francia!
El régimen de Maupassant -remando en el Sena medio desnudo,
organizando farsas y humoradas carnavalescas, cenando sin templanza, con fiero
apetito, en regocijada y alborotada compañía, en los figones de la orilla del
agua- no es tan higiénico cual pudiera suponerse; y en cuanto a su literatura,
ya pesimista, estuvo, desde mucho más atrás de lo que se adivinó, infiltrada
de los negros presentimientos, los terrores vagos, las aprensiones que sufre un
cerebro al borde de la lesión cerebral.
Dijérase que es fatal sino, que a pocos perdona. La tensión
e hiperestesia nerviosa de los Goncourt, causa probable de la temprana muerte
del menor; la epilepsia de Flaubert; el agotamiento que excesos de la mocedad
determinaron en Daudet y que le obligaron a intoxicarse con morfina; la crisis
de misticismo modernista de Huysmans, a quien conocí tan enfermo del estómago
-y hablo de novelistas únicamente-, arrojan sobre este período, en mis
recuerdos, una sombra de desolación íntima, más oscura que la melancolía
romántica, y en que se unen lo físico y lo moral, como dos ríos amargos.
No importaría tanto a la tesis el que los autores fuesen
enfermos del cuerpo o del alma o de ambas cosas a la vez, si su obra apareciese
realmente sana. Y por obra sana, no entiendo obra expresamente moralizadora.
Toda obra sana, si no es moralizadora directamente, es fortificante. En las
letras francesas debe calificarse de sana la obra de Corneille, de Molière, de
Racine, de Boileau, de la Sevigné, de Bossuet, gozasen o no de buena salud
estos ilustres. De la de Blas Pascal ya no me atrevería a decir otro tanto.
En cuanto a Maupassant, mucho sano hay en su labor: la forma,
la corriente gauloise, la ejecución impecable, lo límpido de la prosa, su
naturalidad, lo genuino del léxico, la sencillez de los medios y recursos, la
maestría de la composición, la sobriedad en el estilo. De estas cualidades que
acabo de enumerar, faltan bastantes en Zola y Flaubert; excuso decir si en los
Goncourt. Dentro de la escuela, y fuera también, entre todos los cuentistas,
pocos las reunirán.
Es aplicable a Maupassant la definición de Nisard: en
Francia, el hombre genial es el que dice lo que sabe todo el mundo. Lo que sabe
todo el mundo, es el dato realista, los aspectos de las distintas capas
sociales. Maupassant, por su género de vida, pudo observar y estudiar muchas de
estas capas y clases: el Ejército, las tertulias literarias, los oficinistas,
los marineros y labriegos, y aun lo que aquí llamaríamos hampones, gente non
sancta... Estudio tanto más fértil, cuanto que no era la observación
provocada y artificial de Zola, sino un caudal de experiencia, bien encasillado
en la memoria y en los sentidos, y que volvió a la superficie, sin esfuerzo, a
medida de la necesidad. Algo semejante puede decirse de Alfonso Daudet, pero
Maupassant es más objetivo: no influye en él (sobre todo hasta que le acomete
la enfermedad) emoción ni simpatía: observa impasible, hasta que el trastorno
de su cerebro va graduándose. De los grandes escritores que suscitó el
naturalismo, es el único que no tiene levadura romántica. Flaubert, no lo
ignoramos, fue toda su vida un torturado del romanticismo, que no pudo aceptar
la vida moderna, y tuvo que transportarse a edades remotas para satisfacer sus
ansias; Zola se declaró roído por el cáncer lírico; los grandes modernistas
e impresionistas, los Goncourt, son líricos por la tensión de sus nervios y
por el acutismo de sus sensaciones, y, con todo su culto del documento, hacen
escapatorias fuera de lo real; pero Maupassant (a pesar del desprecio al
burgués, bebido en las ideas de su amigo y protector Flaubert), al empaparse en
las tradiciones literarias de su patria, salta más allá del romanticismo,
hasta Rabelais y Villon.
Y cuando digo que Maupassant es un clásico, no digo que sea
un arcaizante. Está dentro de su época literaria hasta el cuello. Por mil
conceptos, no desmiente su filiación naturalista; [165] sólo que conserva la
objetividad (que tanto le recomienda Flaubert) sin aleación. No cultiva el
"estilo artístico" de los Goncourt; no aspira a ser pintor, escultor
ni músico, sino sólo escritor, que es lo bastante. A veces me recuerda a
nuestros novelistas picarescos, tan expertos en vivir y en reflejar lo vivido.
La calidad de la prosa de Maupassant ha sido ensalzada por todos los críticos,
que no saben cómo ponderar lo apretado, jugoso, claro y directo de tal prosa, y
hasta los extranjeros nos damos cuenta de estos méritos, que se manifiestan
sobre todo en los cuentos, antes que en las novelas. Probablemente, Maupassant,
en cuanto novelista, no hubiese pasado de la segunda fila, donde se alinean y
forman tantos apreciabilísimos escritores, casi famosos, ninguno maestro en la
plena acepción de la palabra. Ese paso decisivo para colocarse al frente, acaso
no lo daría con fortuna Maupassant, si no produce los cuentos, dieciséis
volúmenes (las novelas no ocupan más que seis en la totalidad de su labor). El
cuento fue el género a que se adaptó definitivamente su ingenio y en que
desarrolló su concepción de la vida -pesimista, sensual y cruel, no cabe
negarlo-. En estas tendencias, también se reconoció la filiación de Flaubert,
cuya influencia sobre Maupassant fue tan honda como duradera.
Cuando súbitamente comenzó Maupassant a ganar dinero a
porrillo con su pluma, desde la aparición de Pella de sebo, apresurose a darse
el lujo de un yacht, de un chalet en Etretat, [166] de largos viajes, sin hablar
de otros goces, que antes disfrutaba a poca costa, y ahora pagaba caros,
enmelándose en ellos más de lo que permiten la cordura y el buen sentido.
Relacionado entonces con gente de la crema, con altezas y duques, no faltó
quien le supusiese atacado de manía de grandezas, y confirman la acusación
algunos pasajes del diario de los Goncourt, pues indispuesto Edmundo con
Maupassant, dijo, entre otras amenidades, que sobre la mesa del autor de La
casa Tellier no había sino un libro, el Almanaque de Gota. La mala voluntad
de Edmundo llegó hasta negar a Maupassant el dictado de gran escritor. "No
es -dijo- sino un encantador novelliere. Ni llega a estilista". Y en
efecto, Maupassant era más que un estilista: porque la preocupación dominante
y minuciosa del estilo, no vale lo que su espontaneidad y natural perfección. Y
en cuanto a la megalomanía de Maupassant, es poco creíble, no sólo porque la
hayan desmentido enérgicamente protestas del propio interesado, conque pudo
curarse en salud, sino porque jamás quiso ni entrar en la Academia ni tener la
Legión de Honor, cosas que, la frase es suya, "deshonran a un escritor
verdadero". Profesaba ese desprecio a la Academia que caracteriza a tantos
famosos escritores de este período: Goncourt, Flaubert, Daudet.
Sobre la enfermedad de Maupassant no habría por qué hacer
comentarios, si no descubriese otra lesión moral, la que hemos diagnosticado
tantas veces en los insignes de su generación. No ha de afirmarse que
Maupassant se volviese loco porque fuese un descreído, pero bien puede
suponerse que su vida desordenada, hasta en ocasiones crapulosa, contribuyese a
producirle aridez, vacío y desolación interior, síntomas que en él se
exageraron y que Flaubert reprendía, aconsejándole la resignación y el
trabajo.
Como el mismo Flaubert, como los Goncourt, y más mujeriego,
Maupassant no amó, no se casó, no tuvo hijos, no se creó afectos de familia,
aunque fue constante en los ya creados, y a su madre y a su hermano les atendió
cariñosamente. Partidario del goce material, algo pantagruélico en sus
comidas, declaraba que por una trucha asalmonada diera a la bella Elena en
persona. Robusto y sanguíneo en sus mocedades como un toro, fue pronto "el
toro triste", porque, gastado el jugo en el deporte y en la orgía, le
acometió a ratos la conocida tristeza de la materia, ahíta, saciada, en la
cual protesta el espíritu. Las consecuencias morales de esta hartura material,
nadie las desconoce.
Cuando parecía más sano y equilibrado, empezaba Maupassant
a sufrir perturbaciones, a presentar síntomas morbosos. Todo le aburría, todo
lo encontraba mezquino, y, al menos por este lado, se asemejaba a los
románticos, a los enfermos del mal de René. El agotamiento de su sistema
nervioso se revela en páginas de sus libros, con todo el sabor de una
confidencia autobiográfica. Sobreviene luego la enfermedad de la vista, la
dilatación de la pupila, en la cual la ciencia reconoce el signo de la lesión
cerebral. Aparece, alarmante, la ceguera intermitente, coincidiendo con la
súbita alteración de la memoria. Lejos de morigerarse, de renunciar a los
excesos, Maupassant forzaba sus nervios: por medio de excitantes artificiales, y
de calmantes, acaso peores: cocaína, morfina, hasta el famoso y romántico
hatchís, sin hablar de las embriagueces de éter. Acaso, en la ruina de la
razón de Maupassant, existiesen antecedentes de familia: su hermano murió
paralítico. En suma, él fue descendiendo poco a poco al abismo de la miseria
moral. Empezó por huir del trato humano, buscando la soledad ávidamente, y le
asaltó el terror de la muerte, espantosa angustia que se apoderaba de él,
miedo temblante, con sudores fríos, al no ser, a la hora tremenda; y este
espanto y el de la oscuridad nocturna, lo analizó detenidamente en algunas de
sus novelas cortas, especialmente en la titulada El Horla, y en una de sus
últimas novelas largas, Nuestro corazón. Estremecido por el roce de las
alas tenebrosas, víctima de una obsesión invencible, alucinado, el terror
mismo le dictó la resolución del suicidio, que intentó y no pudo realizar. Y
fue recluido en una casa de las que se llaman "de salud" -en la cual,
a los dos años, y tranquilo después de furiosos accesos, se extinguió en
1893.
No quisiera llevar al extremo las consecuencias que se
deducen de este final, y me limitaré a decir que la idea de la muerte, que
abrumó al autor de Bel Ami, y le condujo a la desesperación frenética,
es la misma que ha inducido a tantos hombres a la santidad y a la heroica
abnegación. Se puede deducir que estos tenían un consuelo, una esperanza, que
faltaron a Maupassant. -Murió a los cuarenta y tres años, cumpliendo en parte
su programa, resumido en esta frase: "He entrado en las letras como un
meteoro y saldré como un rayo". El rayo, era el tiro de revólver-, pero
el arma, la habían descargado manos previsoras.
Sus cuentos persistirán, sin temer a las variaciones del
gusto, porque son: en la forma acabados, en el fondo reales, y en todo latinos y
franceses hasta el tuétano.
Del libro "La
literatura francesa moderna"
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