EL ALMA EXTRANJERA

I

      Ya se encontraban unas pocas personas en la sala de juego, porque se representaba esa noche allí, por primera vez, en el teatro del nuevo Casino de Aix, una comedia de Henry Meilhac. Alrededor de las cuatro mesas sin embargo un grupo de asiduos se apresuraba ya, sentados y de pie, hombres y mujeres, encerrando a los crupiers en el círculo ordinario de los jugadores infatigables. Pero el resto de la gran pieza permanecía vacía, vacíos los largos divanes apoyados al pie de las paredes, los sillones bajos en los rincones, las sillas de cuero curtido. El salón contiguo también estaba desierto, y el ujier se paseaba allí, con las manos detrás de la espalda, el benevolente ujier encargado de reconocer a las personas dudosas que buscan entrar en ese lugar sin haber sido presentadas y consideradas honestas por el certificado de la administración de los juegos.
      Un ruido discreto de dinero, pero continuo, un ruidito de fuente de luíses circulando sobre los cuatro tapices, podía oírse por encima de las voces humanas más discretas, más sordas, todavía tranquilas.
Un hombre se presentó para entrar, alto, delgado, bastante joven. Tenía ese porte típico de los muchachos que han pasado su adolescencia en medio de los trajines elegantes de la vida rica y parisina. Era un poco calvo en lo alto de su cabeza, pero los cabellos rubios que quedaban alrededor se rizaban graciosamente sobre las sienes, y un bonito bigote, con las puntas arregladas por el peine, se enroscaba bien sobre su labio. Su mirada azul clara parecía benevolente y guasona, y llevaba en toda su persona un aire de audacia, de afabilidad y de gracioso desdén mostrando que no era allí un recién llegado o uno de esos merodeadores de casinos que recorren el mundo, en busca de rapiña.
Como iba a franquear el gran ventanal que tapaba una portezuela suspendida, el ujier, muy educado, se aproximó preguntando:
      – ¿Señor, quiere recordarme su nombre?
      Él respondió sin detenerse:
      – Robert Mariolle.He sido inscrito por la tarde.
      – Perfectamente, señor, se lo agradezco.
      Entonces penetró en la segunda sala, buscando a alguien con la mirada.
      Una voz lo llamó y un hombre bajito, ligeramente obeso, llegando a la cuarentena, perfectamente correcto, vestido con el extraño traje de primera comunión llamado smoking, puesto de moda por un príncipe muy festejado, se aproximó con las manos tendidas.
      Mariolle las tomó y las estrecho, con una sonrisa en los labios, diciendo:
      – Hola, mi querido Lucette.
      El conde de Lucette, un amable rico e impenitente soltero, pasaba sus días y sus años yendo a donde todo el mundo va, haciendo lo que todo el mundo hace y diciendo lo que todo el mundo dice, con un cierto espíritu infantil que lo hacía ser buscado. Preguntó, subrayando su interés:
      – ¡Y bien! ¿y el corazón?
      – ¡Oh! eso va bien, se acabó.
      – ¿Completamente?
      – Sí.
      – ¿Has venido a Aix por la convalecencia?
      – Como dices, cambio de aire.
      – En efecto, el aire en el que uno ha amado puede siempre conservar el peligroso microbio del amor.
      – No, no querido, no hay ningún peligro. Pero he permanecido tres años con ella. Es necesario pues que modifique mis costumbres, y para eso no hay nada mejor que un desplazamiento.
      – ¿Has llegado esta mañana?
      – Sí.
      – ¿Y vas a permanecer aquí algún tiempo?
      – Hasta que me aburra.
      – ¡Oh! no te aburrirás, esto es divertido, incluso muy divertido.
      Y Lucette hizo un cuadro de Aix. Dio cuenta de esa ciudad de duchas y de casinos, de higiene y de placer, donde todos los príncipes de la tierra que los tronos han rechazado, fraternizan con todos los vividores que las prisiones no han querido. Describió con su familiar verborrea, esa ensalada única de mundanas y casquivanas, cenando en las mesas vecinas, hablando en voz alta las unas de las otras, y jugando, una hora más tarde, codo con codo, alrededor del mismo tapiz. Mostró, espiritualmente, esta familiaridad sospechosa, esta benevolencia incomprensible de personas inabordables, y a quién han elegido para hacer la fiesta, y compincharse con no importa quién, en esa pequeña ciudad de Savoya. Las mismas altezas, las mismas soberanas futuras o desposadas, los duques, grandes duques o pequeños duques, tíos, primos o cuñados de reyes, las mismas grandes damas francesas o cosmopolitas que ponen, de ordinario, unas distancias inconmensurables entre ellas y los simples burgueses, que durante el invierno forman, en Cannes, grupos aristócratas impenetrables que solo puede entreabrir la hipocresía inglesa, o las inmensas fortunas americanas y judías, se precipitan, tan pronto llegan los calores, en los ruidosos casinos de Aix con el único afán, se diría, de encanallarse libremente.
El conde de Lucette narraba con un tono tan jovial y desdeñoso de hombre bien educado que hace los honores de un mal lugar, que gustándose, se burlaba de sí mismo tanto como de los demás, y acentuó la pintura para hacerla más penetrante. Su pequeño rostro gordo, afeitado, que dos extremos de patillas cortadas con precisión a la altura de las orejas hacían más largo aún, tenía la mímica alegre, viva, un poco forzada de esos aficionados bien nacidos que tienen el espíritu en los salones, y citaba hechos, narraba anécdotas, nombraba mujeres, denunciaba con benevolencia escándalos de amor o de juego. Mariolle lo escuchaba con una sonrisa en la boca, lo aprobaba por momentos, daba la impresión de encontrar exquisito a ese charlatán bien preparado, pero su mirada azul parecía desteñida, velada por un pensamiento penosamente emergente.
      Habiéndose callado su amigo, se produjo el silencio, y dijo, como si hubiese olvidado Aix y todas esas personas evocadas:
      – ¿Has sabido la última jugarreta que me ha hecho?
      El otro, muy sorprendido, preguntó:
      –¿Qué jugarreta? ¿Quién?
      – Henriette.
      – ¡Ah! ¿tu antaño bien amada?
      – Sí.
      – No lo sé. Cuéntame.
      – Me hizo prestar dinero a una costurera cuya casa utilizaba para sus citas.
      Lucette estalló en carcajadas, encontrando el giro de la conversación delicioso.
      Mariolle continuó:
      – Sí, me dio pena, pidiéndome eso para su prima. Y había allí además una historia de seducción, de abandono de hijo dejado a cargo de esta pobre mujer; toda una novela, una novela imbécil inventada en una cabeza de puta, y de hija de portera.
      Lucette todavía reía.
      –¿Y tú has picado?
      – A fe mía que sí.
      – Mira que eres raro, tú, siendo lo que eres, educado como has sido en las rodillas de tu papá, el tío Mariolle, el más sagaz de los hombres.
      Mariolle hizo un pequeño movimiento de hombros lleno de desdén por si mismo y tal vez por todo el mundo; y murmuró:
      – Con las mujeres, los más finos son unos imbéciles.
      – Querido, cuando se las ama, ellas se vuelven generalmente muy malas.
      – Eso puede ser un poco exagerado.
      – No. Pero cuando ellas aman, son ángeles, ángeles con zarpas, a veces únicamente ángeles con gancho, pero ángeles de fidelidad, de abnegación y de devoción... En cualquier caso eso te ha dado pena, aunque tu Henriette fuese, creo, una reincidente.
      – Sí, pero sus reincidencias precisamente me habían preparado para la curación, y estoy curado de ella.
      – ¿Seguro?
      – Seguro. Tres veces, es demasiado.
      – ¿Entonces es la tercera vez que la sorprendes en una falta?
      – Sí.
      – ¿Cuando me has escrito, anteayer, de conseguirte una habitación en mi hotel, venías de abandonarla?
      – Sí.
      – Entonces es muy reciente tu descubrimiento.
      – Sí. Hace cuatro días.
      – ¡Diablos! Cuidado con las recaídas.
      – ¡Oh, no! respondo de mí.
      Y para aliviarse, Mariolle contó su relación completamente, como si hubiese querido arrojar de su memoria y de su corazón ese recuerdo, esa historia, esos detalles de los que él estaba todavía dolido.
      Su padre, antiguo diputado, convertido en ministro, luego director de un gran banco político-financiero, la Unión de las ciudades industriales, en las que él había amasado una gruesa fortuna, había muerto dejando a su hijo único más de quinientos mil francos de renta y rogándole, como último consejo, que pasase su vida sin hacer nada y burlándose de los demás. Era un viejo refinado financiero, escéptico, retorcido y convencido, de que había abierto temprano los ojos a su heredero sobre todas las estrategias humanas.
      Bajo esta escuela, iniciado así en las artimañas de los manipuladores de dinero y de poder, Robert se convirtió en uno de los elegantes jóvenes para quiénes la existencia, cuando se alcanzan los treinta años, parece ya no tener más secretos. Dotado de una inteligencia sutil y de una perspicacia socarrona despertada por un sentido de rectitud natural, dejaba transcurrir los días, evitando las preocupaciones y disfrutando de todo lo que encontraba de bueno en su camino.
      Sin familia, pues había perdido a su madre algunos meses después de su nacimiento, sin pasiones vivas y sin entretenimientos irresistibles, conservó durante mucho tiempo un corazón sin achaques, atraído solamente por los placeres, el círculo, todas las alegrías de París, y aún por un cierto gusto por los cuadros y los objetos de arte. Esta afición le había llegado al principio porque uno de sus amigos coleccionaba, también porque le gustaba por instinto lo raro y fino, a continuación porque acababa de comprar una bonita casa en la avenida de Montaigne que necesitaba amueblar y decorar, y finalmente porque no tenía nada que hacer. Le bastaron algunos meses y mucho dinero para convertirse en lo que se llama un aficionado iluminado, uno de esos hombres que se conocen porque son ricos, y que hacen eclosionar a los pintores de moda porque les pagan. Como tantos otros, a fuerza de comprar telas y figuritas, conquistó el derecho de tener una opinión; fue considerado y consultado; alentó tendencias e infravaloró méritos; fue uno de esos que hacen llenar cada año el Palacio de la Industria de esa pintura de bazar que uno adula por complacencia a fin de hacer el flujo fácil en las galería de los aficionados al arte.
      Luego perdió su ardor, habiendo reconocido que todo el mundo se equivoca en eso como en otra cosa, que nadie se conoce y que la opinión cambia con la moda, en lo relativo a la estética como en lo referente al vestuario.
      Cada vez más indiferente y escéptico, se enfrascó, como un auténtico parisino de treinta y cinco años, en los placeres ordinarios de los hombres a punto de convertirse en viejos muchachos. Razonaba su asunto, veía claro en su existencia, analizaba la parte razonable de cada distracción, juego, caballos, teatro, mundo y lo demás.
      Le gustaba bastante el mundo, cenaba en la ciudad, y luego hacía entre las diez y la una de la madrugada, largas visitas en los salones favoritos en los que tenía sus costumbres. Pues era bien recibido, festejado, adulado a causa de su fortuna, de su talante y de una especie de simpatía que lo hacía atractivo.
      Auténtico francés de la vieja raza amable, guasón, desdeñoso de todo lo que no lo motivase, ignorante de todo lo que no lo divirtiese, no prestando atención más que algunas cosas, algunas personas, incluso ciertos barrios de Paris, consideraba que la existencia, en suma, no vale que uno se de mucha pena y que debe más bien hacer reír que llorar.
      Fue entonces cuando conoció, en una cena, a la amante de uno de sus amigos. Ella le gustó enseguida por su discreto encanto, más penetrante que aparente. Sentándose junto a ella, apenas se la notaba; después de una hora de charla, se sintió atraído por su gracia. Era una bonita mujer delgada, en las medias tintas, de tipo reservado, de maneras modestas y delicadas, que jugaba a ser ama de casa en el semi mundo distinguido.
      Casi desconocida del clan célebre de las altas cortesanas, ella siempre había sido la amante de alguien y permanecía en la sombra, en una sombra suntuosa y perfumada. Era una de esas hábiles mujeres que saben dar alegrías domésticas a los solteros vividores, y que conservan, hasta el descubrimiento del amante ingenuo, destinado a casarlas, la especialidad en hacer pagar muy caro a los hombres ricos y ociosos las apariencias de un hogar legítimo.
      Robert Mariolle se prendó de ella, le hizo la corte como a una mundana, atreviéndose a declararse.. Conociendo su fortuna, ella le hizo esperar un poco, luego cedió, instalándolo en un falso adulterio como ella había instalado a su otro amante en una falsa dicha conyugal. Cuando ella estuvo segura de tenerlo amarrado, tuvo remordimientos y le declaró que debía romper con uno o con el otro. Si él la quería, ella sería suya. Él estuvo radiante con esa alternativa y respondió que la tomaba. Entonces ella se separó muy hábilmente sin historias y sin ruido, de aquél que pagaba sus discretos favores. Su vida no se vio prácticamente alterada; los dos hombres incluso no se enfadaron, y tras una frialdad de algunas semanas que los mantuvo alejados a uno del otro, se estrecharon de nuevo la mano y fueron amigos como antaño.
      Entonces, Mariolle tuvo dos domicilios, uno en el que guardaba los cuadros, los muebles raros, los bronces y mil objetos costosos, mientras que en el otro ocultaba a una bella mujer, siempre dispuesta a recibirlo, a distraerle con sonrisas, palabras cariñosas y caricias. Estaba a gusto en esa casa, allí alojaba poco a poco su ociosidad, allí mudaba su vida. Tomó al principio la costumbre de ir a cenar de vez en cuando, luego más a menudo, luego todas las noches. Recibió amigos, organizó pequeñas fiestas en las que ella hacía los honores con una simple elegancia de la que él estaba orgulloso. Cerca de ella disfrutó del raro goce de tener una especie de esclava de amor, encantadora, complaciente, abnegada y pagada. Ella mantenía a la perfección ese papel simulado de esposa y él se aferraba tan fuerte a la felicidad que ella le proporcionaba, que fue necesario un flagrante delito, completamente imprevisto, para convencerlo de que estaba siendo engañado.
      Tuvo lugar un duelo. Fue herido muy ligeramente y volvió a comenzar su antigua vida. Pero después de dos meses de una existencia que le pareció odiosa, se encontró con Henriette una mañana en la calle. Ella vino a él, roja, emocionada de audacia y de timidez.
      -Te amo, dijo ella. Si te he engañado, fue porque soy una puta. Tú lo sabes bien, además,. Quiero decir que tuve un entretenimiento.¿Quién no lo tiene? ¿Siempre me has sido fiel mientras yo era tu amante? ¿No has visto nunca, cariñosamente, a una vieja amiga, dime?- no, no digas nada. Yo estaba pagada, eso no es la misma cosa.
      La explicación duró dos horas, sobre la acera, yendo y viniendo de una calle a la otra. Él se mostró duro, agitado, vehemente; ella fue humilde, conmovedora, crispada. Ella lloró sin preocuparle la gente, sin enjuagar los ojos, con auténticas lágrimas, pues ella lo amaba a su manera.
      El fue conmovido, la consoló, fue a verla al día siguiente y la volvió a tomar. “Bah, se decía para absolverse, después de todo no es más que mi amante.”
      Sin embargo modificó su existencia, no abrió más a los amigos, excepto a algunos entre los que se encontraba el conde de Lucette, la puerta de su amante, y vivió con ella de un modo, al mismo tiempo estrecho y más reservado.
      Ella acabó por conquistarlo por el consentimiento de su intimidad, por atenciones gentiles, por un cierto espíritu menudo, malicioso, que parecía tener para él, incluso mediante lecturas que le hacía por la noche, cuando estaban solos. Llegó a preferir el cara a cara con ella a la mayoría de las distracciones que lo divertían anteriormente. Pero una carta sorprendida una mañana en manos de la mujer, le reveló el nombre de un nuevo rival.
      Juzgó que sería ingenuo y ridículo batirse una segunda vez, y simplemente la abandonó. Ahora bien, después de dos años el vivía en el contacto incesante de esa carne acariciadora y la nostalgia de las costumbres adquiridas, y los besos, que él no conseguía olvidar ni reemplazar por otros, le dieron durante tres meses unas noches turbadoras y unos días inquietos.
      Ella le escribió: él no respondió. Una segunda carta lo agitó. Ella se acusaba, siempre disculpándose con circunstancias atenuantes, y le pedía que fuese a verla, solamente como amigo, de vez en cuando.
Él resistió durante seis semanas y se rindió a sus ruegos. Algunos días más tarde, vivían juntos de nuevo.
      Eso duró todavía un año, luego él recibió la visita de una vieja costurera que él había socorrido varias veces a instancias de Henriette. Las dos mujeres se habían peleado, y la vieja entrometida venía simplemente a revelar, por venganza, que ella había prestado su casa para las citas de su joven cliente.
      Entonces él se enfadó completamente, de tal modo se exasperó que se sintió curado como si su corazón hubiese cicatrizado.
      Tomó la resolución de no tener con las mueres más que encuentros de amante que paga y que a nada se compromete, y abandonó París para cambiar de aires y de vida.
      Aix atrajo sus pensamientos porque debería encontrar allí a su amigo el conde de Lucette, y, habiéndose reunido con él, le contó enseguida toda esa penosa historia que el otro, además, conocía ya casi enteramente, por fragmentos. Él escuchó sin embargo hasta el final con una atención divertida, luego, mirando a Mariolle a los ojos:
      – ¿Dentro de cuanto tiempo volverás a tomarla?, dijo.
      – ¡Oh! jamás.
      – Cállate.
      – Nunca.
      – Pero mira que eres bromista, estás aquí desde hace una media hora y no me has hablado más que de ella.
      – Perdona, te he hablado de mí. He hecho lo que todo el mundo hace.
      – Sí, pero en relación con ella.
      – Cómo te habría hablado de mí respecto a un viaje tanto si viniese de China o de Japon, lo que no demostraría que volveré.
      – Eso prueba que tú piensas en ella.
      – ¡Oh! por las noches solamente.
      – Caramba, esa es la hora de los peligros.
      – Por la mañana, despertándome, estoy radiante, radiante en el fondo del alma por haber roto. Durante todo el día no pienso más en ella como si no existieses; luego, cuando llega la noche, vuelven recuerdos, algunos recuerdos íntimos que me ponen un poco melancólico. Pero la desprecio tanto, que eso se ha acabado.
      Fueron distraídos por la entrada de una muchedumbre. El espectáculo acababa; y mientras el público que se acuesta pronto ganaba los hoteles y las villas, el público que se acuesta tarde invadía las salas de juego. Unas casquivanas, las viejas casquivanas de las playas y casinos, las de Biarritz, de Dieppe y de Monte-Carlo, las legendarias acechadoras de los jugadores en racha, las hermanas Delabarbe, Rosalie Durdent, la gran Marie Bonnefoy, en plena caza, tocadas con sombreros visibles como faros sobresaliendo por encima de todas las cabezas, llegaban, rodeadas de hombres que, altos, bajos, gordos o delgados, llevaban, pegada a sus espaldas huesudas o bombeadas por sus formas gruesas, la original vestimenta inventada, se dice, por el futuro rey de Inglaterra.
      Una mujeres mundanas también, del mejor mundo, del muy grande mundo, aparecían escoltadas por una corte de caballeros: la princesa de Guerche, la marquesa Epilati, lady Wormsbury, la hermosa inglesa, una de las amigas preferidas del príncipe de Gales, un experto, y su rival, Mrs. Filds, la rubia americana.
      Y de pronto, aunque el ruido de los pasos y de las palabras crecía sin cesar, el tintineo del oro sobre las mesas aumentó tan fuerte que su pequeña voz metálica, continua y clara, dominaba los rumores humanos. Mariolle miraba ahora, reconocía unos rostros, y, con pretensiones de experto en belleza femenina, comenzaba con Lucette esas discusiones que todos los hombres de mundo han sostenido. Una nueva figura apareció, una morena, morena como se es en los confines de Oriente, llevando sobre la frente y las sienes ese crecimiento espeso de negros cabellos que parecen coronar a una mujer con la noche. De estatura media, tenía una talla fina, un pecho lleno, un porte ligero, un aire de vivacidad y de indolencia al mismo tiempo y ese aspecto de belleza agresiva que arroja desafíos a todos los ojos.
      – Si que es bonita, esa, dijo Mariolle.
      – Lucette respondió:
      – Te la presentaré cuando quieras.
      – ¿Quién es?
      – La condesa Mosska, una rumana.
      – Es divertido, dijo Mariolle, jamás he sido seducido nunca por las morenas.
      – ¿Y eso por qué?
      – No lo sé; no he encontrado la razón. Y luego prefiero los cabellos castaños o rubios.
      – Las rubias están teñidas.
      – No, no, querido.
      – Si, sí, o al menos hay tantas teñidas y tan bien teñidas que no se las distingue de las auténticas, y que incluso los mejores aficionados se equivocan. Las rubias se han vuelto raras como figuritas auténticas, y uno nunca está seguro de lo que se besa.
      – No, no. Ellas tienen una gracia que no poseen las morenas. La nuca por ejemplo. ¿Conoces algo más bonito en el mundo que la pequeña pelusilla de los cabellos cortos, de los primeros cabellos dorados o castaños con unos brillos de caoba, sobre la piel blanca del cuello que desciende mezclándose en los hombros? Las morenas tienen aspecto duro, son las guerreras del amor. Mira a esa. Se diría la amazona de la coquetería. ¿Recuerdas los andares lentos y las tiernas actitudes de Henriette?
      – Caramba, ella hacía su oficio.
      Tras un instante de reflexión, Mariolle añadió:
      – No importa, si ella hubiese sido un poco menos canalla, o yo un poco más, habríamos formado una pareja inseparable.
      Varios hombres, habiéndolos visto, se adelantaban con la mano tendida. No se trataba más que de “Hola, Mariolle. - ¿Qué haces aquí? - ¿Cómo te va? - ¿Cuándo has llegado? ¿Has abandonado también Paris, tú?”
      Y Mariolle estrechaba esas manos, sonreía, respondía que se encontraba de maravilla, y que venía a disfrutar un poco de la fiesta en Aix.
      De repente uno de ellos, un italiano muy noble, arruinado y corredor de balnearios, el marqués Pimperani, le preguntó:
      – ¿Conoce usted a la princesa de Guerche?
      – Sí, he cazado y cenado incluso alguna vez en su casa.
      – Venga pues a saludarla; ella lo invitará a la jornada campestre que hacemos mañana.
      La princesa, una pequeña mujer delgada, vestida casi siempre de un modo un tanto masculino, con trajes de paño pegados a la cintura y vestidos revelando a la mujer que camina, que caza y monta a caballo, charlaba con Mrs. Filds, en medio de un grupo de hombres agrupados en torno a ellas como una escolta defensiva. Cuando advirtió la presencia de Mariolle, le ofreció la mano, amistosamente, diciendo:
      – Vaya, hola, señor. Usted en Aix.
       Le presentó de inmediato a la bella americana cuyo rostro claro sonreía siempre con la misma sonrisa bajo una llama deslumbrante de cabellos rubios. No se trataba de esa nube vaporosa de la que están aureolados ciertas figuras inglesas, sino una cabellera soleada y pesada como una cosecha madura de tierra virgen.
      Era célebre en todas las capitales.
      Charlaron. La princesa no jugaba nunca. Venía a mirar, como espectadora, pues hacía una cura seria, habiéndose vista afectada de unos reumatismos en la temporada de caza del último otoño. De muy buena casa, de muy buena compañía, ella había llevado al extremo, el gusto por los caballos y los deportes. Nada que eso no la ocupase, ni le interesaba ni le apasionaba. De treinta años de edad aproximadamente, no bonita, pero agradable, con un aspecto de muchacho, de ojos azules dulces, de bonitos cabellos castaños, una delgadez ligera, elegante y musculosa, le gustaba divertirse, correr por los bosques, matar animales, dar fiestas, encender fuegos artificiales, montar a caballo con los hombres, sin ninguna preocupación aparente por la galantería. Su marido, diputado de un distrito de la Touraine donde poseía una magnifica vivienda, la dejaba muy libre y se ocupaba casi exclusivamente de investigaciones históricas.
      Había recibido ya dos premios de la Academia francesa. Su biblioteca de manuscritos era citada en el mundo sabio de toda Europa.
      La princesa preguntaba a Mariolle:
      – ¿Viene usted por los dolores?
      – No, princesa.
      – ¿Entonces para divertirse?
      – Sí, sencillamente.
      – Eso es mejor. ¿Quiere entonces hacer una excursión con nosotros, mañana. a la Chambotte?
      – Con mucho gusto.
      – Pues bien! Acérquese a las diez, después de la cura, delante del Hotel de los Soberanos.
      Él agradeció, radiante por esa invitación que lo hacía entrar más íntimamente en un mundo en el qué no había hecho aún más que penetrar.
      La pequeña marquesa Epilati, luego la gran lady Wormsbury, una belleza profesional, que rodaban alrededor de las mesas de juego, arriesgando algunos luises de vez en cuando mediante la mano de algún amigo, se aproximaron y se sentaron. Los hombres nombraban, daban detalles a media voz, cuchicheaban las particularidades escabrosas. Una historia de Rosalie Durdent los divirtió mucho, y la última aventura de la mayor de las hermanas Delabarbe, ocurrida la víspera a la noche en el hotel, pareció ciertamente poco viva, aunque el conde de Lucette la hubo contado admirablemente.
      Pero la princesa, que pensaba en su salud, dijo de pronto:
      – Se hace tarde. Vamos a tomar nuestra taza de té, luego regresaremos.
      Se levantó, seguida de todo su grupo, y pasaron a lo largo de la galería de vidrio entre dos parques aderezados con chorros de agua durante el día y fuegos de artificio durante la velada, inmenso café, comedor donde almuerzan y cenan aquellos que aburre la mesa de huéspedes de los hoteles y que tienen dinero a profusión.
      Allí, súbitamente, alrededor de las tazas donde humeaba el té, una nueva conversación comenzó completamente diferente, familiar, mundana, en otro tono, una especie de retomar una conversación interrumpida, habitual, siempre recomenzada, que parecía acusar entre esas mujeres de orígenes tan diversos, entre esos hombre de razas tan dispares, la extraña francmasonería de una alta clase única y sin patria. Alrededor de ellos, el gentío pasaba, hormigueaba, la muchedumbre vulgar, banal, agitada, la multitud de los humildes y comunes, incluso ricos y conocidos. Ellos no eran más que ellos. No se ocupaban de la otra, no la veían más. Venían de romper con ella, de separarse de ella sutilmente para reunirse entre ellos alrededor de una mesa de café, como si lo hubiesen hecho en un salón principesco.
Hablaban de ellos en presente, de las personas de su clase, no de los presentes, sino de los ausentes, franceses, rusos, italianos, ingleses, alemanes, que parecían conocerse como hermanos, como los habitantes de un mismo barrio, pues todos los nombres pronunciados, del que Mariolle ignoraba la mayor parte, parecían familiares a todos los oídos. Él los escuchaba con curiosidad, un poco desplazado en medio de ellos, mezclado de golpe con esa gente aristocrática sin fronteras, con esa élite internacional del high-life que se conoce, se reconoce, y se encuentra por todas partes, en París, Cannes, Londres, Viena o San Petersburgo, casta establecida por nacimiento, por educación, por la tradición de lo chic, por una misma concepción de la vida distinguida, también por matrimonios, consagrados sobre todo por relaciones de corte y de amistades reales que lo elevan casi por encima del prejuicio popular y banal de las nacionalidades.
      Solo el pequeño acento de origen, que timbra todas esas bocas, revela que ellas no han aprendido bajo la misma bandera la lengua que emplean siguiendo las ciudades donde se encuentran.
      La princesa y Mariolle, sentado a su lado, se separaron pronto de los demás en una charla particular. Para agradarla, él alababa sus cacerías, su notable talento de jinete, su ardor siguiendo una montería. Arrastrada a su pasión, ella mostraba ya en sus ojos y en su voz esa gentileza especial de las personas a las que se alaba las manías, luego se entretuvieron hablando de viajes, del mar, de las montañas, de los Alpes. Los alredeores de Aix fueron un buen motivo de relatos.
      – La excursión que hacemos mañana, dijo ella, es una maravilla. No se la describo, usted la verá.
      Luego, para probarle que acababa de conquistar su simpatía:
      – Tenga, lo llevaré en mi coche con una encantadora mujercita, la condesa Mosska, una rumana.
      Él preguntó.
      – ¿Estaba antes en la sala de juego, no es así?
      – Sí, con su padre, un anciano de bigotes y barba blanca.
      Así pues la princesa daba algunos detalles sobre esa joven mujer cuya belleza hacía sensación en Aix. Estaba viuda del conde Mosska, escudero del rey, muerto en duelo a consecuencia de una disputa de juego. El accidente databa apenas de dieciocho meses atrás. Desde ese momento ella viajaba, habiendo abandonado Bucarest para reponerse, se decía, de su profundo dolor.
      – ¿Y se ha recuperado?, interrogó Mariolle con un imperceptible matiz de ironía.
      La princesa respondió sonriendo.
      – Creo que sí.
      Luego se levantó, pues tenía costumbres regulares impuestas por el régimen de los balnearios, y, cuando hubo partido, Mariolle, a su vez, se fue, disponiéndose a dar una vuelta por el parque antes de meterse en la cama.
      Esa hora pasada con esas mujeres elegantes cuyo contacto era dulce, lo había animado, alegrado, consolado. Sentía, sin ninguna duda, que su resto de melancolía se desvanecía en medio de esas personas que lo acogían con favor, y se puso a pensar en ellas como se hace al dejar a seres muy interesantes y poco conocidos.
       Caminó durante rato por los senderos del parque, bajo la noche cálida, bajo la noche sofocante de esa pequeña ciudad al fondo de un valle, que parece una sauna durante los meses de verano; pero a medida que se alejaba de él la sensación directa de las mujeres que acababa de dejar, la impresión de soledad, reencontrada cada noche después de su ruptura con Henriette, lo invadía de nuevo. Las tinieblas le parecían ilimitadas y la tierra vacía, pues nadie lo esperaba en su dormitorio. Así como le habia dicho al conde de Lucette, la alegría de la mañana, la especie de esperanza indeterminada que se despierta, con nosotros, cada día, en nuestro corazón, luego la agitación de la vida y sus contactos, sus pequeñas distracciones habituales, se iban de él, hasta la noche, la indecisa necesidad de ternura y la precisa necesidad de caricias entraban en él ahora como en todos aquellos que han vivido mucho tiempo en amorosa intimidad. La crisis regresaba a la misma hora, hecha de recuerdos y deseos, dónde se mezclaba el rencor con un comienzo de cólera contra esa villana con la que había sufrido, con la que sufría aún. Sin embargo se felicitaba de haberla por fin dejado, y se repetía como para afirmarse, consolarse, convencerse que no lo debía lamentar: “Cristo, qué suerte que eso se haya acabado! Regresó suavemente, ganó su habitación, se metió en la cama, y, como estaba fatigado por el viaje y la jornada, se durmió casi enseguida.

II

      Robert Mariolle fue despertado temprano por un rumor de movimiento en el hotel. A través de los cristales de su ventana que no había cerrado, una inundación de sol hacia de su habitación de paredes claras y cortinas blancas, una pequeña cueva de luz tan viva que no pudo permanecer acostado.
      Levantándose enseguida, salió y se puso a seguir el pasillo estrecho en el que las puertas parecían custodiadas por zapatos, botines o botas que acababan de ser enceradas. Esos trozos de cuero delicados o groseros, contaban la vida, las costumbres, la elegancia y la condición social de aquél, aquella o aquellos acostados todavía tras las paredes.
      Mariolle pensaba, sonriendo, lleno de buen humor matinal, en tratar de entrar cuando viese solitario, el calzado de dos pies encantadores, o lleno de desdén por las fuertes suelas del turista del que adivinaba, pasando, el ronquido.
      De pronto, percibió, cortando el paso, una especie de baúl envuelto en unas cortinas, y que dos paisanos portaban resoplando. En el primer segundo tuvo la impresión de un accidente, el ligero encogimiento de corazón que produce la camilla cubierta encontrada en la calle, luego recordó que estaba en una ciudad de aguas minerales donde a uno lo levantan de su cama, llevando a las duchas a los enfermos en tratamiento. En la escalera aún dudó en detenerse dos veces para dejar pasar esas sillas con porteadores y comprendió de donde procedían.

Aquí finaliza el texto.